Hacía una pila de años que había puesto una banderita en el mapa a la altura de Rosellón, 186, con la voluntad de ir en algún momento. Mirando fotos del sitio y la carta pensaba que no corría prisa, que la cocina del Igueldo es atemporal, que siempre sería buena, y los años han ido pasando y yo que no iba. Hasta que el otro día oí que el director creativo, Óscar Germade, en el pódcast Hotel Jorge Juan, del amigo Javier Aznar, lo recomendaba.

Ahora que ya he ido puedo decir lo siguiente: que la vitalidad de la cocina de una ciudad se fundamenta en sitios como Igueldo. Que la excelencia gastronómica de un lugar pasa por que restaurantes como Igueldo sean abundantes. Que cuidar de la tradición, tal como hacen aquí Ana López de Lamadrid (directora del restaurante) y Gonzalo Galbete (jefe de cocina), ambos con una trayectoria sólida y dilatada, es esencial para el presente y el futuro culinario de nuestro territorio. Y que si bien es entretenido saber las novedades más recientes que ofrece el panorama comestible de Barcelona, tenemos la obligación, por la buena salud de nuestra cultura gastronómica, de conocer todavía más a fondo los clásicos.
Las croquetas huyen de la textura líquida que se lleva (no entenderé nunca quién querría comer sopa de croqueta) y apuestan por una masa esponjosa por dentro y crocante por fuera

La comida en Igueldo empezó con el aperitivo de unos pequeños talos, el bocado vasco a base de chistorra y maíz, con una salsa de base de mostaza y miel, que leí como un símbolo que decía: "hacemos cocina vasca de hoy y de siempre". Acto seguido, las piparras frescas y fritas, con alguna picante, dan paso a la tortilla abierta de gamba y crema de erizos. Huevos de tierra y huevos de mar, y una corona de crustáceos, en un plato jugoso y sabroso, para pedirlo en cada visita. Las croquetas, que menudean dulces, están al punto de sal perfecto y a mí, que no me suelen fascinar, me encantan: huyen de la textura líquida que se lleva (no entenderé nunca quién querría comer sopa de croqueta) y apuestan por una masa esponjosa por dentro y crocante por fuera, y es posible que cuando vuelva pida una dosis doble.

Los calamarcitos rellenos y guisados en su propia tinta me han venido a la cabeza casi cada día desde que los probé. Es como cuando aprecias a alguien y lo ves por todas partes: cuando miras unos pantalones negros, al limpiar los fogones de la cocina y al pisar un asfalto nuevo que da gusto de pasar por encima. Me pregunto si ellos también pensarán en mí. Para acabar, el cuello de cordero es también supremo, tierno y meloso, sin corderear pero con el sabor identificable de la carne ovina, acompañado de queso, de oveja, un fondo de sus jugos.


Me quedo con ganas de probar más platos, como el capipota y tripa, las pochas de Sangüesa con guarnición, el bikini de anguila fumada con welsh rarebit y el arroz con almejas. De algunos hacen medias raciones, un formato que me saciará el ansia de adentrarme un poco más por los caminos del Igueldo.