Esta semana, Tarragona ha acogido el Primer Congreso del Romesco. Y en ningún caso ha sido un concurso de quién hace la mejor salsa. Ha sido una reivindicación. Un encuentro de cocineros, historiadores, agricultores y periodistas para evidenciar que el romesco es una de las grandes piedras angulares de la cocina catalana. Y, con el permiso de todas las salsas, me atrevo a decir que es la más importante. O al menos, la que nos diferencia del resto de las salsas occidentales. Con razón, los congresistas me rectificarán, advirtiéndome de que en el congreso el tema central era, sobre todo, el guiso marinero del Serrallo. Pero de lo que se trata es de acordar un consenso a favor de una salsa que tanto puede derivar en guiso como en vinagreta para aliñar escarola. Una vez tengamos el “romesco universal” ya discutiremos internamente y velaremos por no perder las particularidades locales.
Soy consciente de que esta visión unitaria encenderá la ira de los tarraconenses, los vilanovenses, los sitgetanos, los vallenses y todos los defensores a ultranza de aquello que hace decir “el nuestro no lleva esto, a nuestro no le puede faltar aquello”. ¡Es esta ira la gran suerte del romesco! Es gracias a que cada pueblo y cada familia defiende su receta, con sus ingredientes, que el romesco ha sobrevivido a todos los embates. Es el sentimiento de pertenencia, la diversidad orgullosa, lo que lo ha mantenido presente en las mesas.
Pero ha llegado el momento de limar diferencias y unir fuerzas para conseguir aquella salsa que todo el mundo comerá más allá de las fronteras de la Catalunya Nueva, porque de hecho la salsa y el guiso son el mismo corazón latiendo en cuerpos diferentes. Y este corazón es la inteligente estrategia campesina de siempre: aprovechar lo que el entorno da en invierno para dar vida a los platos cuando la tierra descansa. Tomates de los desvanes, avellanas, almendras, ajo, pan, aceite, vinagre, sal y el pimiento del romesco —este que, como la curtida cara del campesino, guarda dentro de sí todo el sol y la resistencia de la tierra—, picados en el utensilio ancestral, el mortero.
Es gracias a que cada pueblo defiende su receta que el romesco ha sobrevivido a todos los embates
La picada, un punto de partida. En la cazuela, con el pescado recién pescado, y unos chorros de agua. El guiso, el suquet, el romesco del Serrallo. Alargada con aceite, la vinagreta poderosa del xató. En el bol, en medio de la mesa, dando sentido y sabor a los calçots asados.
Y es aquí, en esta capacidad de ser todo a la vez, sin dejar de ser lo que es, donde reside su grandeza. El romesco no es una receta, es un viaje. Empieza en el mortero de una cocina y acaba en la memoria de un pueblo. Que cada variedad local siga defendiendo su territorio, claro está. Pero que no perdamos de vista que, cuando picamos estos ingredientes en el mortero, no estamos haciendo solo una salsa. Estamos picando historia, estamos amasando identidad, estamos preparando el futuro. Y esto, señoras y señores, merece un congreso, un artículo y, sobre todo, un lugar en nuestra mesa.