La posguerra se sufrió con hambre, con un hambre extrema que mató a más de 200.000 personas y causó importantes estragos de salud, sobre todo en los niños: tifus, tuberculosis, raquitismo e, incluso, triquinosis. Enfermedades, algunas derivadas de la desnutrición y la falta de vitaminas y proteínas, pero otras por consumo de alimentos en mal estado, por deficiencias en la higiene o dificultades para acceder al suministro de energía. Los índices de mortalidad infantil se dispararon entre 1939 y 1942. El dictador estableció la cartilla de racionamiento que, en el papel, mostraba un suministro suficiente, pero que nunca se materializaba. Hurtos, desvíos y trapicheos de todo tipo eran habituales, propiciando el estraperlo, una economía sumergida liderada más por pillos desesperados que por mafiosos organizados. En cualquier caso, conseguir un kilo de harina era una gincana que solo ganaba el que llevaba un fajo de billetes en el bolsillo. Cuando yo nací, a finales de los años 60, en plena época del desarrollismo, en la mesa ya había suficiente comida, pero tanto las secuelas como el recuerdo todavía estaban muy presentes.
Recuerdo vivamente qué comíamos en casa. Desayunaba leche con galletas María. No fue hasta que tuve 12 años, cuando la tele ya era en color, que vi por primera vez los cereales tan habituales en la mesa mañanera de los niños de hoy. Fue en un viaje a Londres. Cogí un par de cajas individuales del buffet del desayuno y me las llevé a casa. No supe cómo se comían –de hecho echaba a flotar 4 contados en una taza inmensa de leche caliente– hasta que me enganché a la serie Con ocho basta y aprendí que se comían justo al revés.
De gazpacho, pizzas y espaguetis, nunca había comido
Cenábamos patatas guisadas con costilla, fideos, arroz, alubias secas… Platos únicos porque eran lo suficientemente completos, acompañados de una ensalada en medio de la mesa. De verduras y de pescado, poquito. La carne era la reina de la mesa. La gran pregunta era: ¿y de carne, qué hay? Sin carne no había comida. La razón de la veneración a la carne era una mezcla entre el temor a aquel raquitismo que habían sufrido muchas criaturas durante la magra posguerra y la democratización de las televisiones en los hogares donde se idolatraba a los actores americanos: adonis rubios, altos, atléticos y musculosos, evidentemente porque habían crecido con bistecs de kilo, según la opinión de todos los “expertos” de aquellos años 70. Por eso en casa había poco pescado y, en cambio, bastante pollo guisado, riñones a la plancha, costillas de cordero y muchas patatas rubias.
Y para cenar sopas, sopas, sopas y muchas tortillas. De gazpacho, pizzas y espaguetis, nunca había comido. “Españoles, Franco ha muerto” anunció solemnemente Arias Navarro en aquella tele que no solo era gris por la falta de color. Y aquella semana no fuimos a la escuela. Fue una semana aburridilla, los payasos de la tele y Heidi desaparecieron de la programación, y solo se veían colas de personas vestidas de negro, las mujeres con mantilla, rosarios en procesión y gente llorando, del todo desolada. ¿Qué les pasaba? En casa no parecían tristes, de hecho a los padres se les veía bastante contentos, tanto que aquellos días desayunamos churros, me dejaron comer con Fanta de naranja, merendar Bony y Tigreton y, hasta un día, cenamos un bikini.
Para aquella niña de 8 años, la semana que Franco estuvo de "cuerpo presente" en casa, comimos mejor que nunca.
