El precio aparentemente bajo de la carne que encontramos en el supermercado esconde costes ambientales y sociales que no entran en la cesta de la compra. Estudios científicos muestran que la producción de carne, especialmente la de ternera y oveja, tiene una huella de emisiones de gases de efecto invernadero y de ocupación de suelo muy superior a la de la mayoría de alimentos vegetales. Según un estudio publicado en la revista Science en 2018, las diferencias de impacto entre productos pueden ser de hasta decenas de veces, y la carne barata a menudo proviene de procesos intensivos y de alto impacto ambiental.
El coste oculto de la carne barata
A escala europea, la Agencia Europea de Medio Ambiente (EEA) documenta que la agricultura sigue siendo un sector clave en la emisión de metano y óxido nitroso y que, sin políticas adicionales, Europa no alcanzará los objetivos climáticos, según se explica en el informe de Annual Indicator Report. Este marco refuerza la idea de que el precio final de la carne no refleja su coste real sobre el medio ambiente, ya que muchos de estos impactos quedan externalizados. Esto sitúa el debate sobre la necesidad de internalizar las externalidades e incentivar formas de ganadería más sostenibles.

En el caso español y catalán, el modelo de producción intensiva de porcino ha crecido mediante macrogranjas que concentran miles de animales en instalaciones industriales. Según el informe de Greenpeace La verdad sobre la carne barata, estas explotaciones son responsables de la contaminación de acuíferos por purines y de emisiones elevadas de amoníaco y metano. Además, diversas comunidades rurales han denunciado que las macrogranjas generan conflictos sociales y degradación ambiental en zonas ya vulnerables.
El precio «barato» desaparece cuando contamos lo que realmente pagamos: el clima, la salud y la dignidad de comunidades y animales
El factor ético y social es inseparable. Según investigaciones de Equalia y otras ONG de bienestar animal, muchas explotaciones intensivas presentan prácticas de maltrato animal que cuestionan la seguridad alimentaria y la salud pública. Por otro lado, los vecinos de zonas afectadas denuncian olores, contaminación y riesgos sanitarios que no se reflejan en el ticket de compra. Convertir la carne en un producto de “precio mínimo” fomenta una competitividad que puede sacrificar normas ambientales y condiciones laborales en beneficio de márgenes comerciales bajos.
Los costes reales de la carne
¿Qué hacer desde aquí? No se trata solo de reducir el consumo, sino de implementar políticas que hagan visibles los costes reales de la carne: impuestos ambientales, regulaciones más estrictas sobre purines y emisiones, y controles de bienestar animal. Según la misma EEA, potenciar la ganadería extensiva y los circuitos cortos ayuda a preservar la biodiversidad y reduce emisiones. En Catalunya, apostar por productos de proximidad y de temporada no solo reduce la huella de carbono, sino que protege el territorio y refuerza el tejido rural. El precio «barato» desaparece cuando contamos aquello que realmente pagamos: el clima, la salud y la dignidad de comunidades y animales.