Siempre que oímos la palabra crêpe pensamos en la Bretaña y en las cosas bretonas que nos han marcado, aunque diríamos que las cosas de allí arriba nos son un poco remotas. En la prisión de Nantes, en el músico Alan Stivell y su arpa, en la novela del grandísimo Álvaro Cunqueiro, As cronicas don Sochantre, en la harina de alforfón, con Franco Battiato cantando«Una vecchia bretone / cono uno cappello e un ombrello di carta di riso e canna di bambù», mientras buscaba su centro de gravedad permanente. También en una fenomenal crepera Krampouz que Albert compró en Guingamp hace mil años y que, en alguna mudanza, ay, desapareció en aquel agujero negro que se abre siempre que cambias de casa.
En toda fiesta mayor llega un punto que tienes hambre, entre el baile de tarde y el baile de noche, o cuando ya se ha acabado el concierto de las casetas, o después de aquel baile rococó de antaño, la Marsellana, la Zurda o como se llame, o de la actuación de los trabucaires o del mareo de batucada —aquel sustituto contemporáneo de la «diana floreadada» de la antigüedad. Y si no es una fiesta mayor será una feria: la de la Barretina Musca de Sant Flabiol de l'Escorronada o la del Motocultor Vintage de Capdesoques del Vallès. No es que tengas hambre por capricho, no: a media tarde se ha despertado el hambre, una carpanta que te devora, estimulada por tantas horas de pie y por el ritmo lento del paseo festivo. Y no tiene nada que ver con los horarios tradicionales, sudistas e imposibles que tenemos aquí para situar las comidas: el hambre te puede asaltar en cualquier momento, y mejor que tengas una solución antes no empiece el apocalipsis zombi. Se manifiesta, resplandeciente y con exigencias, la figura mítica de la merienda-cena, este momento tan europeo y civilizado.

Y entonces es cuando, oh maravilla, se te aparece el puesto de crepes La Capibara, la de Arian y Miquel. El remolque había sido del muy añorado Marc Weigand, que antes había ido arriba y abajo con la crepería móvil. Es sencilla, pero no necesita gran cosa más —dos planchas, las pizarras y una nevera. Y la Capibara se materializa para dar cumplimiento a la obra de misericordia que dice que se tiene que dar de comer a quien tiene hambre. Arian —hija de los famosos Conxi y Sergi- es la segunda generación de una estirpe de creperos, y Miquel es un pizzaiolo reconvertido. La verdad es que hacen un producto sensacional, y se nota que tienen vocación y amor por el oficio, a pesar de las incomodidades y el sacrificio que supone vivir unos cuantos meses en la carretera, desde la base que tienen en Pedra, en la Cerdanya.

Seguro que hay alguien exquisito que fruncirá el ceño, porque le puede parecer que el crepe es un producto simple, nada sofisticado, de batalla. Nada más lejos de los crepes que, desde hace quince años, llevan por toda Catalunya. Los crepes capibáricos son de otra raza, juegan en la Liga de Campeones, y sin dejar de ser un recurso rápido, sin complicaciones (para el consumidor, porque la preparación es pesada) y sobre todo económico. Como decían en el anuncio, el secreto radica en la masa. Y Miquel y Arian han conseguido, con paciencia de alquimista, la fórmula arcana del crepe perfecto sin tener que recurrir a la leche de vaca y a aquellos horribles huevos pasterizados que gasta la industria alimentaria: utilizan harina integral de Vic y ecológica, y leche vegetal, en una proporción única que es como la fórmula de la coca-cola que hay en una caja fuerte en Atlanta. Y, naturalmente, también tienen la versión alforfón para los celíacos. Las combinaciones de rellenos son espectaculares: en la sección de las saladas, hay quesos de primera, humus casero, romesco, pesto, dulce de membrillo, frutos secos... En la de las dulces, destacamos una crema de cacao artesanal que no tiene nada que ver con la de tarro. No es extraño que tengan un circuito más o menos estable, y que se puede seguir vía Instagram (@la_capibara). En casa Capibara, a base de años, fiestas, ferias y concentraciones, han conseguido formar a una clientela fiel y entusiasta, que hace años que los sigue y que han ido viendo como crecen las familias. El nomadismo hecho arte y felicidad.