Hubo un tiempo en el que los veranos se refrescaban de una manera muy distinta a como lo hacemos ahora. Mucho antes de que llegara la Coca-Cola y las bebidas industriales carbonatadas, existía un dulce efervescente que era capaz de convertir un vaso de agua fría en toda una experiencia chispeante. Se trataba del azúcar bolado, un producto que hoy resulta casi una rareza, pero que durante décadas fue uno de los pequeños placeres del estío. Los niños lo pedían como un tesoro y los mayores lo disfrutaban como el remedio perfecto contra el calor sofocante. Un trozo de este dulce en contacto con el agua hacía magia: se deshacía en segundos y liberaba un sabor refrescante que podía variar desde la fresa hasta la menta, pasando por la piña, el anís, la naranja o el limón.
El dulce efervescente que refrescaba el verano
El nombre de “bolado” proviene de la adaptación al castellano, mientras que en catalán se usaba también el término esponjat, y en otras partes de España se conocía como azucarillo. Para muchos abuelos y abuelas de hoy, basta mencionar la palabra para que aflore la nostalgia: aquellos pequeños bloques blancos, que a simple vista recordaban al carbón de Reyes, eran en realidad mucho más frágiles y estaban destinados a derretirse en agua helada, creando una bebida tan simple como deliciosa.
Estos azucarillos de colores estaban destinados a derretirse en agua
La tradición marcaba que los bolados eran de consumo exclusivo en verano, y no era por casualidad. Estos dulces se elaboraban y se vendían aproximadamente desde la verbena de San Juan hasta finales de septiembre, coincidiendo con los meses de más calor. En aquella época, cuando aún no existían refrescos industriales al alcance de todos, el esponjat se convertía en la alternativa casera y económica para hidratarse con un punto de alegría. Cada cual elegía su sabor favorito, y la gama era tan amplia que se podía ir cambiando según el antojo del día.

Hoy en día son muy pocos los lugares donde todavía se elaboran, aunque algunos obradores tradicionales, como la Pastelería La Colmena de Barcelona, se resisten a dejar morir la costumbre. Allí, cada verano, sus escaparates se llenan de bolados de colores que llaman la atención tanto de los nostálgicos como de los curiosos que nunca los han probado. En un mundo donde lo saludable pasa por reducir el consumo de azúcar, puede que no estén de moda, pero siguen siendo parte de un patrimonio gastronómico que merece sobrevivir.

Ver un bolado deshaciéndose en agua es casi un ritual, una escena que habla de tiempos más sencillos en los que el verano se disfrutaba con gestos pequeños. Tal vez por eso, quienes los probaron en su infancia recuerdan no solo el sabor dulce y efervescente, sino también el ambiente festivo que los rodeaba. Un recordatorio de que, a veces, la felicidad está en lo más simple y en lo que parecía haber quedado en el olvido.