A unas pocas horas de la reunión que celebrarán este viernes en Alaska Donald Trump y Vladímir Putin, la situación es la siguiente: el presidente de Estados Unidos advierte a su homólogo ruso de que habrá consecuencias muy graves si no acepta detener la guerra. Aunque también ha señalado que la cumbre era solo una reunión de evaluación. Putin, siempre más frío y discreto en sus declaraciones, guarda silencio y se conforma con viajar al estado 49 y recalar en la base conjunta Elmendorf-Richardson, en Anchorage. El resto de actores —excepto Volodímir Zelenski, que como presidente ucraniano algo sí que pinta—, empezando por los políticos europeos, juegan un papel de teloneros y han participado en las citas previas, empezando por la convocada este miércoles por el canciller alemán, el democristiano Friedrich Merz.
Que el futuro de Ucrania se dilucide a más 7.000 kilómetros del frente de guerra y esté ausente el líder máximo del país invadido no deja de ser una gran anomalía. Y que la reunión sea entre el país invasor y un país tercero, Estados Unidos, por muy importante que sea, más preocupado de obtener beneficios que de un acuerdo de paz estable y duradero, una anomalía de los tiempos presentes en los que el ego va siempre varios cuerpos por delante del objetivo perseguido. La última vez que Putin se reunió con un presidente norteamericano fue en Ginebra, con Joe Biden, en junio de 2021, un encuentro que no marcó una inflexión positiva en las relaciones bilaterales y que empeoró enormemente cuando Rusia invadió Ucrania, en febrero de 2022.
Este poder autoritario con el que mira de ser seductor Trump funciona con países pequeños o medianos, pero hasta la fecha ni con Rusia ni con China ha conseguido modificar lo más mínimo sus posiciones de partida
El encuentro por videoconferencia de Trump con Zelenski y varios líderes europeos tenía como objetivo prioritario forzar a la Casa Blanca a descartar cualquier acuerdo con el Kremlin basado en un cambio de las fronteras internacionales por la fuerza a cambio de un alto el fuego. Esta posibilidad no sería una quimera si el presidente norteamericano pudiera hacer y deshacer a su antojo, y dado su carácter explosivo es, seguramente, el principal temor de Europa. De ahí que líderes europeos como el primer ministro británico, Keir Starmer, aseguraran al término de dicha reunión exploratoria que Ucrania debe tener garantías de seguridad sólidas y creíbles. Una opinión muy compartida por la diplomacia europea y por los principales países del continente que han invertido dinero, esfuerzo y compromiso con Zelenski al tiempo que imponían sanciones a Rusia y señalaban a Moscú como la capital de un país que representaba una amenaza directa y a largo plazo para la seguridad europea.
Aunque el jefe de la OTAN, el holandés Mark Rutte, concluyó tras la reunión multitudinaria con Trump que la pelota estaba en el campo de Putin, hay que confiar en que sus palabras sean una estrategia para incentivar al presidente ruso a mover su posición. Porque lo más probable y peligroso es que nada significativo cambie. Entre otras cosas, porque este poder autoritario con el que mira de ser seductor Trump funciona con países pequeños o medianos, pero hasta la fecha ni con Rusia ni con China ha conseguido modificar lo más mínimo sus posiciones de partida. ¿Será esta vez diferente? Los analistas no lo creen, por más que el inquilino de la Casa Blanca haya apretado estas últimas horas y haya especulado, incluso, con una siguiente reunión inmediata entre Putin y Zelenski si la cumbre de Alaska sale bien. Eso, hoy por hoy, parece que es correr demasiado.