Que el regreso de Puigdemont fue un gesto político poco fértil lo demuestra que por ahora, un año después, solo puede hablarse de ello desde el mismo regreso. No hay unas consecuencias políticas que no puedan explicarse sin hablar de lo ocurrido el 8 de agosto del año pasado. No supuso ningún punto de inflexión, el proyecto de regionalización socialista ha seguido avanzando imparable desde entonces. Decir esto no tiene que ser incompatible con entender su simbología: el 8 de agosto del año pasado se produjo una puesta en escena que evidenció hasta qué punto Salvador Illa había trucado el juego de la democracia para ser el ganador. Hasta el punto de perseguir a su adversario político, concretamente. Aun así, más allá del valor simbólico que el partido de Puigdemont todavía hoy pretende magnificar para convertir puesta en escena en victoria política, el país y el movimiento independentista no pudieron recoger ningún fruto de ese regreso fugaz.

Un año después, el 8 de agosto de 2024 se revela más estéril que nunca. Me avendría a decir, incluso, que a largo plazo ha jugado una mala pasada al movimiento independentista —o a lo que queda del movimiento independentista. Puigdemont —como Junqueras— aún es vaso sentimental del octubre del diecisiete y todavía representa la herida abierta en el corazón del Estado español: Puigdemont aún es el recuerdo vivo de que lo que el relato pacificador español se afana por borrar sucedió. Precisamente porque esto es así, poner su figura al servicio de gestos estériles —instigados por un cálculo electoral chapucero— es desdibujar y rebajar su valor simbólico que todavía lo hace relevante políticamente. Y que aún contribuye a orientar un conflicto nacional con un movimiento independentista desmovilizado, en cierto modo, por este vaciado autoinfligido consecuencia del retroceso de la clase política.

Junts, todavía hoy, no puede ofrecer mucho más que Carles Puigdemont, y alarga su figura para hacerlo llegar a todas partes

Poniendo su capital intangible al servicio de intereses electorales sin ninguna perspectiva a largo plazo, en realidad, Puigdemont se desprende de este capital. Esto es lo que ocurrió ahora hace un año con el regreso fugaz, pero también es lo que ocurrió cuando anunció él mismo el pacto con el PSOE como un acuerdo histórico para dotarlo de una trascendencia para la liberación nacional que no tenía entonces y que, vistos los resultados, tampoco tiene hoy. Pero Junts, todavía hoy, no puede ofrecer mucho más que Carles Puigdemont, y alarga su figura para hacerlo llegar a todas partes, para justificar cualquier movimiento político. Este alargamiento también explica que el entorno del president Puigdemont —el entorno político, sobre todo— se haya prestado a exponer y a explicar a la prensa —vía libros, vía lo que sea— el entramado que fue la clave del “éxito” de aquel 8 de agosto.

Durante un año hemos asistido —algunos más perplejos que otros— a un ejercicio de revelación pornográfica de todos y cada uno de los pasos que se siguieron para que Carles Puigdemont pudiera aparecer y desaparecer en Arc de Triomf aquel agosto. Esto es una muestra de que ese regreso ya no se concibió como un movimiento político fecundo —con una mirada largoterminista, entendiendo que Puigdemont es causa y consecuencia de un conflicto político que lo trasciende— que pudiera servir a otros exiliados en un escenario futuro. También es una muestra de que el entorno político del president prioriza la marca de partido por encima del valor simbólico que una parte nada despreciable de los catalanes todavía otorga al president en el exilio, incluso cuando ese vaciado, ese desgaste, a la larga se les puede girar en contra electoralmente. Y que carecen de cultura antirrepresiva, o un verdadero entendimiento de hasta qué punto el Estado español está dispuesto a llegar para cerrar el paso a los catalanes. Parece mentira. Un año después, aquella aparición se ha convertido en una anécdota sin beneficios aparentes para nadie. E incluso ha sido un deservicio para la causa independentista. Tomar el pelo al Estado español pone a los cuñados, pero no nos acerca a ninguna idea de libertad que nos garantice la supervivencia. Quizás el aprendizaje que hay que hacer es este.