Resulta que entrevistan al presidente del Gobierno español en un diario cuya línea editorial le es cuanto menos afín, y dice que el fiscal general del Estado es inocente. La ocasión, que pintan calva, se la ha puesto en bandeja el director del medio, que, en cualquier caso, fue incapaz de conseguir que el presidente respondiera la pregunta del millón: ¿y si los jueces lo condenan? Es obvio —visto lo que afirma sin miedo a ser considerado el representante máximo de uno de los poderes del Estado de derecho inmiscuyéndose en el trabajo de otro poder— lo que diría si la sentencia condenatoria se produjese: que hay lawfare.

Está visto ya para sentencia algo más grave que el enjuiciamiento de Álvaro García Ortiz: que no habrá quien admita su culpabilidad, si estaba previamente de su parte y que solo serán considerados ecuánimes los jueces que conocen del caso, si resulta libremente absuelto, como pide su defensa. A ninguno de los que están remando a su favor desde el principio les importa una higa que solo por una laguna de la ley haya podido no dimitir de su cargo, o que resulte que, sin dimitir, deben estar presentes en el juicio defendiendo la legalidad, fiscales que, por mandato constitucional, están a sus órdenes. Del mismo modo, quienes critican todo esto ya hablan de pruebas cuando el nivel indiciario es muy precario y más bien deberíamos decir que es la intuición de que no se borra el móvil de forma masiva y solo en ese tiempo investigado aquello que no quieres que se sepa.

El secreto profesional, en periodismo, tiene un límite, que es la obstrucción a la justicia

Visto que de Montesquieu ya mejor no hablamos, pues como decía Alfonso Guerra, los socialistas llegaron al poder para enterrarlo, detengámonos por un momento en lo que ha sucedido con el cuarto poder, hoy tan menguado por ese quinto y extraño elemento que son las redes sociales y sus patrocinadores. Han comparecido en juicio como testigos (no como peritos) los periodistas, todos de un mismo color, qué casualidad, que dicen que tuvieron la información del correo de marras (no el correo), el que estamos a vueltas de saber si filtró el fiscal general del Estado y dicen que no hablarán por su deber de callar las fuentes.

El secreto profesional es en el periodismo, y a diferencia de lo que ocurre en otras profesiones, un derecho, no un deber. Un derecho que asiste a los periodistas frente al poder, pues nadie puede obligarles a revelar el origen de la información que nos proporcionan y por cuya función se convierten en agentes fundamentales de la opinión pública libre. Ese derecho lo es también para evitar que, revelando sus fuentes, estas decidan no serlo nunca más, expuestas tal vez en ocasiones incluso a la persecución legal. Pero lo cierto es que dicho secreto tiene un límite, que es la obstrucción a la justicia. Por eso, el juez que interrogó al periodista Precedo, al oírle decir que sabía quién filtró el correo, que no era García Ortiz, pero que no revelaría quién fue, aunque ello le causara un dilema moral, le preguntó si le estaba amenazando. Porque era, sin duda, una amenaza, ya que podía convertirse una desautorización de una eventual sentencia condenatoria, si el periodista después aportaba una prueba exculpatoria que propiciase un recurso de revisión, algo que de saber hoy el periodista no debería aportar mañana.

A nadie parece habérsele ocurrido que con un simple tachado de la fuente que mandó la información por mail a los periodistas, la testifical habría podido tener algún valor probatorio más allá de que algunas personas afirmen algo incontrastable. Pero lo más importante es que, con independencia de que quien sea haya filtrado esa información, el interés inusitado del fiscal general del Estado en un concreto caso de filtración no deja de resultar sorprendente. Bajar a un barro tan nimio (como cuando Feijóo se pone a criticar a una opinadora de una tertulia televisiva) o es un error dimensional o estamos en el hamletiano reino de Dinamarca. También en eso habrá división de opiniones.