El mosaico comercial de las grandes ciudades va a trompicones. La ciudad, prolífica en bares de todo tipo, se ha ido homogeneizando a golpe de sushi, de empanada argentina, panaderías con degustación (panaderías que producen euros en vez de masa de pan), de poke bowl hasta quedarnos helados… De chocar con una heladería a cada portal y a cada paso.

Es el resultado de la mezcla de falta de imaginación, terror al fracaso y dictadura de las tendencias. No estoy en absoluto criticando a nadie. Es del todo natural que si quieres emprender un pequeño negocio busques aquel que minimice el riesgo de hecatombe económica. Y en este sentido, las heladerías son estudiadas en las escuelas de economía como un buen modelo de negocio porque el producto —si se trata bien— tiene muy poca pérdida y una larga caducidad, teniendo en cuenta que es congelado. La infraestructura es mínima y, como el producto ya está elaborado, al momento de la venta no hace falta personal cualificado.

Lo que estoy afirmando no es general. Antes de que mis buenos amigos heladeros me borren por traición de su lista de contactos, tengo que defender que evidentemente hay heladerías artesanas que hacen auténticas florituras, con un producto excepcional, excelente materia prima y devoción en el procedimiento de elaboración. Las identificaréis porque estas tienen siempre cola en la puerta. Precisamente, esta es una señal inequívoca que tanto el bueno hacer de los artesanos como la inmensa competencia del sector ha generado un consumidor más informado, con un sabor más desarrollado, que sabe distinguir una vainilla natural, la textura esmerada y la cremosidad que identifica un helado de calidad. Hoy, los fans del helado saben mucho y no se comen cualquier Colajet.

Esta pérdida de la estacionalidad asociada a una golosinaría de la infancia me genera una inmensa futura nostalgia porque comiendo helados siempre los adultos del futuro no añorarán las tardes de verano después de la playa

Pero este no es un espacio de análisis económico, sino de opinión. Lo que me entristece, aunque solo sea una mala nostalgia, es que el hecho de desestacionalizar el consumo de helado, consiguiendo que el público coma, aunque sea enero y les gotee hielo de la nariz, mata inevitablemente aquella ilusión de la llegada de los quioscos de helados a la calle.

Y esta pérdida de la estacionalidad asociada a una golosinaría de la infancia me genera una inmensa futura nostalgia, aunque parezca una contradicción. Nostalgia, porque lo echarán de menos; y futura, porque comiendo helados siempre los adultos del futuro no añorarán las tardes de verano después de la playa, duchados, clenxinats y vestidos para ir rambla arriba, paseo marítimo abajo con el premio: el helado suplicado y concedido. ¿Tendrán los adultos del futuro un helado generacional que los hermane? Un helado que descubrías del nuevo catálogo de las novedades con formas y colores imposibles o aquella fidelidad incorruptible al Frigodedo de lo que yo no me movía hasta que tuve edad para preferir los labios salados y carnosos del chico del windsurf.