Madrid, 20 de febrero de 1712. Hace 313 años. Última fase de la guerra de Sucesión hispánica, que las cancillerías de París y de Madrid, reveladoramente nombraron "la Guerra de los Catalanes" (1712-1714/15). Felipe V, el primer Borbón hispánico, dicta instrucciones a los corregidores borbónicos de la parte ocupada del país (las veguerías occidentales y meridionales) ordenando la inoculación del castellano en la sociedad catalana. Aquellas instrucciones decían: "Pondrá el mayor cuidado en introduir la lengua castellana, a cuyo fin darà las providencias más templadas y disimuladas para que se consiga el efecto, sin que se note el cuydado".
El objetivo del régimen borbónico era liquidar la diversidad cultural y lingüística que daba forma al rompecabezas político de la monarquía compuesta hispánica; construida a partir de la unión más o menos forzada de las coronas peninsulares (a caballo entre los siglos XV y XVI). Y fabricar una España homogénea, políticamente absolutista y lingüísticamente castellana. ¿Sin embargo, en qué momento concreto y con qué argumento, esta España borbónica y castellana fabrica y divulga la idea de que hablar catalán a un castellano es de mala educación? Y, ¿a partir de qué momento una parte importante de la sociedad catalana asume este perverso axioma?
Vamos por partes. El catalán, la lengua de la gente rústica e iletrada.
Durante el siglo XVIII, el régimen borbónico español dictó una batería de leyes, continuadoras de las instrucciones de 1712, que proscribían y perseguían el uso público del catalán (a la enseñanza, a la edición de prensa y de libros, a la administración civil y militar, a los tribunales de justicia, a las representaciones populares y teatrales, o a los oficios religiosos; para citar algunos ejemplos). El régimen borbónico presentaba el castellano como la lengua de la luz, de la sabiduría, y del poder, que prestigiaba a sus hablantes. Claramente contrapuesto al catalán; reducido a la categoría de la oscuridad, del pasado y de la gente rústica e iletrada que había quedado excluida de la cultura, de la ciencia y del futuro.
El régimen borbónico había creado la idea de la necesidad de saber castellano para ser alguien en aquel nuevo escenario. Pero, sin embargo, aquel tráfico no se aventuraba fácil. La sociedad catalana del XVIII era, únicamente, catalanohablante; y el régimen borbónico era, especialmente, torpe en sus cometidos. Para poner, solo, un par de ejemplos, diremos que en 1730 el régimen dio por finalizada la prórroga que toleraba el uso del catalán en las salas de justicia; y los juicios se convertirían en representaciones tragicómicas: jueces y fiscales forasteros que no sabían catalán; abogados del país que casi no sabían hablar castellano; y demandados y acusados que ni siquiera entendían la lengua del régimen.
Y para poner otro, diremos que en la enseñanza, la acción del régimen borbónico, fue tanto o más patética. Desde la Nueva Planta (1717), todos los libros estaban en riguroso castellano o en difunto latino; pero las clases eran impartidas en catalán, por qué el alumnado —desde los niños de cualquier escuela elemental del país hasta los chicos de la Universitat de Cervera o la Llotja de Barcelona— era, únicamente, catalanohablante; y no tenía competencia en castellano. Esta realidad concienciaría a Carlos III de que, después de medio siglo de Nueva Planta (1717-1773), asumiría que la estrategia borbónica había sido un fracaso; ¡¡¡e impondría la prohibición del catalán en las aulas, pasillos, lavabos y patios!!!
Seguimos. La impotencia española para acabar con el catalán
Ni con la Nueva Planta de Felipe V (1717) ni con la reforma de Carlos III (1772-1773), ni con las posteriores veintitrés leyes prohibitivas que promulgó España hasta las postrimerías del siglo XIX, alteraron el paisaje sociolingüístico catalán. Y si era ridículo prohibir hablar catalán en los cagaderos de la escuela; todavía lo eran más las leyes prohibitivas que dictaron los gobernantes españoles del siglo XIX. El 23 de mayo de 1896, Salvador Bermúdez de Castro, director general de Correos y Telégrafos, prohibía las conferencias telefónicas en catalán. Un hecho que demuestra que, después de casi dos siglos de proscripción, el catalán seguía siendo la lengua de Catalunya.
Los sociolingüistas y los antropólogos lo explican a partir de dos causas. La primera, los escasos recursos económicos que el Estado español —durante los siglos XVIII y XIX— destinó a las políticas de castellanización. Mientras que el estado francés —a partir de la Revolución de 1789— invirtió grandes esfuerzos en la creación y desarrollo de un sistema escolar universal que "afrancesaría" aquel 75% de la población francesa que no conocía el francés; el Estado español preferiría invertir en armas para derrotar a los carlistas, las cabilas marroquíes o los independentistas cubanos; o en la construcción de pintorescos canales de navegación en la meseta castellana.
Y la segunda, la desconfianza catalana con el proyecto "nacional" español del XIX. Y eso resulta evidente en la escasa implicación catalana en la construcción moderna de España. Exceptuando algunas singularidades, los catalanes no participaron en el alta política, ni tuvieron vocación para el ejército y la Guardia Civil, ni interés para hacer carrera a la administración civil. Pero, en cambio, alguna cosa había quedado de la idea en que emanaba de la Nueva Planta. La sociedad catalana de finales del XIX es, exclusivamente, catalanohablante, pero la idea de que el castellano es indispensable para hacer grandes negocios a Madrid o a Cuba; o para desarrollar una carrera profesional; ha calado.
Una Catalunya en transformación
La Catalunya a caballo entre los siglos XIX y XX está cambiando su fisonomía a marchas forzadas. Son los años de las Bases de Manresa (1892) —el primer intento serio de restauración institucional y adaptación a la modernidad del régimen foral perdido en 1714—. O del Cierre de Cajas (1899) —la primera gran manifestación de la historia de Barcelona y la que, bajo la bandera del catalanismo político, reuniría patrones y trabajadores—. O el incontestable triunfo electoral de Solidaritat Catalana (1907) —la plataforma que reuniría todos los partidos de estricta obediencia catalana—. O de la creación de la Mancomunitat (1913) —que tenía que conducir a la restauración del autogobierno—.
Y también son los años que se transforma el aparato de dominación y represión español. El perfil de los gobernadores; de los capitanes generales o de los comisarios de policía; ya no es el mismo que el de sus predecesores del siglo XVIII. Son personajes de origen plebeyo, que profesan la ideología nacionalista española creada por los dirigentes liberales del siglo XIX (Espartero, Narváez, Prim, Serrano). Personajes que, en algunos casos y muy ilustrativamente, se mestizan con las oligarquías "indianas" locales; también de condición plebeya y que, también en muchas ocasiones y bajo el paraguas del régimen borbónico español, han hecho su fortuna con el tráfico ilegal de personas. Es la nueva clase castellanohablante de Catalunya.
Pero, ¿en qué momento se fabrica y se divulga la idea de que hablar catalán con un castellano es de mala educación?
Es una nueva clase representada por personajes tan sórdidos como los "negreros" López de Lamadrid, Güell o Vidal-Quadras; como los militares Despujol o Milans del Bosch (que habían cometido auténticas masacres en Cuba y Filipinas); o como el gobernador Hinojosa-Naveros (que había fabricado el atentado de falsa bandera de los Canvis Nous, con 12 muertos y 70 heridos). O más adelante por personajes tan horriblemente siniestros como el gobernador Martinez Anido (que ordenaría el asesinato de Francesc Layret y que proclamaría que "hay que llenar Cataluña con lo peor de España") o el policía Bravo Portillo (uno de los fundadores de los temibles grupos de pistoleros de la patronal).
Este grupúsculo, que era muy influyente en las esferas del poder político y económico, era muy minoritario en el conjunto de la sociedad. Y, por lo tanto, totalmente incapaz de alterar el paisaje sociolingüístico catalán. No obstante, conscientes de que la sociedad catalana ya era, en gran manera, escolarizada por el sistema educativo español; y, por lo tanto, ya tenía ciertos conocimientos del castellano; rescatarían el fracasado proyecto borbónico de la Nueva Planta (1717) y lo adaptarían a la realidad contemporánea de la Catalunya de principios del siglo XX. Serían los creadores y difusores del perverso axioma que, amparado por el aparato de dominación, divulgaría que hablar catalán a un castellano era de mala educación.
Después de la Guerra Civil y de la ocupación franquista del país (1939) esta voluntad reduccionista se intensificaría. El nacionalcatolicismo franquista siempre tuvo muy claro que el nervio de la identidad catalana era la lengua; y se concentró en el exterminio del catalán para diluir la nación. Pero los sociolingüistas y los antropólogos insisten que quien fabrica y difunde la idea de que el catalán es un sistema doméstico condenado a la desaparición; y, por lo tanto, que Catalunya es una reliquia del pasado destinada a diluirse dentro de la España moderna, nacional y castellana, son los "negreros" esclavistas; los carniceros de las colonias; los gobernadores terroristas y los pistoleros de la patronal.