Formulado en italiano, el título de la pieza de hoy tiene el toque de ópera bufa —donde también reinan artísticamente los italianos— que lo hace más soportable. Des de hace un tiempo el virus de la neutralidad ha invadido el espacio de la política. Todo lo que no interesa en el debate público se tiene que excluir por falta de naturalidad. La plasmación de la sepsis política del franquismo, en palabras del dictador a su primo: haced como yo, no hagáis política.
La neutralidad, no nos engañemos, consiste en hacer fuera del espacio público lo que no gusta a quien tiene poder decidir qué no le gusta y materializar su enfado. Así se pretende expulsar del espacio público lo que divide, lo que tensiona —según se dice—. En efecto, bajo la bandera de la neutralidad se esconde la máxima de la exclusión: como lo que dices no me gusta, alterar mi discurso es quebrantar la neutralidad. Al fin y al cabo lo que quiere la neutralidad es mantener el estatus quo. Alguna lumbrera, parlamentario de un grupo no menor, llegó a insinuar que el Parlamento tenía que ser neutral. ¡Rien ne va plus! El Parlamento neutral, sin ideología.
Nadie puede negar dos cosas en un sistema que todo el mundo se vanagloria de que es profundamente democrático, incluso ejemplarmente democrático: los signos ideológicos mostrados en público, individualmente o colectivamente, constituyen un ejemplo primigenio de libertad de expresión y de participación política. Así ha definido el propio Tribunal Constitucional las manifestaciones en la vía pública, en doctrina sobradamente conocida. Signos que objetivamente no incitan a la violencia ni al menosprecio de los otros es legítimo exhibirlos. No sólo es legítimo, sino que los poderes públicos, con toda la energía jurídica y física, tienen que proteger y fomentar el uso del ejercicio de este derecho fundamental.
Signos que objetivamente no incitan a la violencia ni al menosprecio de los otros es legítimo exhibirles
Como los signos partidistas, sindicales, culturales, feministas o en favor de la diversidad sexual, etc. no hace falta que sean mayoritarios: son respetables, y bienes a garantizar por el solo hecho de ser la expresión pacífica de la diversidad democrática, guste o no guste, irrite o incluso perturbe. En democracia, no hay una oficina reguladora de signos de buen gusto, de gusto aceptable, de gusto no perturbador, de gusto de minorías tolerables. En democracia no. De existir, se llamaría censura. La censura, no hace falta ni recordarlo a nuestros constitucionalistas de faramalla, está constitucionalmente proscrita.
Un demócrata condescendiente —abundan— podría decir, vale, los particulares lo pueden hacer, pero las instituciones ni hablar: las instituciones tienen que ser neutrales. Neutralidad, siempre neutralidad. ¿De verdad? Sin ir más lejos: ¿cuando hay elecciones, los miembros del gobierno del órgano que sea no apoyan a sus candidatos? ¿Cuando apoyan a sus candidatos, son neutrales? ¿A alguien le pasa por la cabeza que los miembros de un órgano de gobierno no puedan apoyar a sus candidatos a unas elecciones? ¿Colau no podrá apoyar a sus compañeros de formación en las autonómicas, ni en las estatales, ni a las municipales en Barcelona o en otros municipios? ¿Ni Torra a los suyos? ¿Ni Sánchez? ¿Ni Rivera? ¿Ni Casado?
Lo que sucede es que demagógicamente se esconde un elemento esencial. Una cosa es que las instituciones sean de origen electivo, y otra es que sean sistemas de gestión
Lo que sucede es que demagógicamente se esconde un elemento esencial. Una cosa es que las instituciones sean de origen electivo, y otra es que sean sistemas de gestión. Las primeras, gobiernos de todo tipo —estatales, territoriales, locales—, son el resultado de las elecciones. Y claro está, una vez ganadas, si son blancas, harán política blanca, no negra, que es la perdedora. Por lo tanto, si son independentistas simplemente lucirán o no combatirán, si quieren ellos y las instituciones que encabezan, lazos amarillos, o banderas con el arco iris, o lazos morados, o welcome refugees... o cualquier enseña que pueda presidir fachadas o salones de plenos. Han ganado las elecciones y por lo tanto, representan a una buena parte de la ciudadanía, que es partidaria, de estas políticas. Los electos, pues, toman decisiones entre valores/intereses diversos, cuando no contrapuestos, dentro de un muy anchísimo marco constitucional. La política es eso: tomar decisiones; tomar decisiones es elegir entre varias opciones.
En cambio, las instituciones de gestión, siguiendo las directrices políticas, están sometidas a parámetros diferentes. Gestionar es llevar en la práctica el decidido: aquí el margen es más minse. Si el ayuntamiento ha decidido en esta legislatura potenciar las guarderías, los técnicos de educación no pueden hacer escuelas de formación profesional, por mucha necesidad crean que haya. O si el gobierno central ha decidido acoger, siguiendo el imperativo de la mínima decencia, más migrantes que el immisericorde gobierno que lo precedió, los ejecutores se tiene que ponerse a ello. Los electos ya han decidido. Los electores, los soberanos, volverán a decidir más tarde.
Esta capacidad de arbitrio, de amplio campo de elección, los jueces, sometidos directamente al imperio de la ley —y no de la oportunidad— lo tienen que respetar mientras la decisión, ni en su conformación ni en sus objetivos, contravenga la ley. No se tienen que inventar obstáculos por la libre expresión de la voluntad ciudadana directa o representativa.
Esta capacidad de arbitrio, de amplio campo de elección, los jueces, sometidos directamente al imperio de la ley —y no de la oportunidad— lo tienen que respetar
Por lo tanto, si es legítimo que los ayuntamientos, por ejemplo, se adhieran a las campañas de igualdad el 8 de marzo y los tiñeran de lila, por más que un grupo radical diga que es una campaña comunista —que en sí misma también sería legítima—, no hay nada que decir. Recordamos que la Casa Blanca —eran tiempos de Obama!— se tiñó del arco iris para celebrar la aprobación del matrimonio igualitario (tema que, como pocos, dividía a la sociedad norteamericana). ¿Alguien dijode llevarlo a los tribunales, de declarar esta irisación ilegal?
Lo mismo hay decir, pues, de los lazos amarillos. Son legítimos, sean o no mayoritarios en Catalunya o en España. Las instituciones, surgidas de contiendas electorales, en la medida que representan mayorías, pueden lucirlas oficialmente. ¿La forma de evitarlo? Ganar elecciones en sentido contrario. Y mientras tanto, funcionarios (policías incluidos), a ejecutar y a garantizar lo que la mayoría, por medio de los suyos representados, ha establecido legítimamente.
Porque no olvidemos: si no hay una norma que prohíba una acción, esta se puede llevar a cabo. No todo, por otra parte, puede estar prohibido. La validez de una norma prohibitiva depende de su razonabilidad y proporcionalidad para abarcar un fin legítimo. De entrada, no todo lo que contraría en unos, pocos o muchos, resulta susceptible de prohibición. Prohibir la libertad de expresión pacífica y la ejecución pública de las decisiones electoralmente mayoritarias no entra dentro de ningún campo imaginable de prohibición. En democracia. Siempre hablamos de democracia, claro está.