Yo creo, querido Francesc-Marc Álvaro (Ensayo general de una revuelta. Las claves del proceso catalán, Galaxia Gutenberg -en catalán en Proa-) que el independentismo (la forma actual, hegemónica, del catalanismo político) sí que la ha entendido, la naturaleza del Minotauro. No la del Minotauro o del Leviatán en abstracto, sino -los catalanes suelen ser más prácticos que filósofos- de su encarnación local: el poder español; o la relación que tiene con él el poder propio -he hecho un oxímoron?-. Y ya sea en términos de conllevancia (contra lo que se suele creer, la conllevancia se ha ejercido más desde aquí que desde allí) o de resistencia, inevitable. Por eso precisamente, porque el catalanismo conoce perfectamente la naturaleza última del poder español, todo se paró el 27 de Octubre del 2017, después de la famosa DUI, por más que el independentismo silbe o continúe silbando.

Lo que sí que no ha sabido encontrar todavía el catalanismo en sus diversas formas o mutaciones históricas que tan bien recorre el libro de Álvaro, es la manera de asestarle una muerte dulce, sin sangre, al Minotauro. En la idea y la praxis del catalanismo, no se trata de darle espada a la bestia, de pincharle el corazón para quitarle el alma, sino de hacerlo resbalar con una piel de plátano; no se trata de que se arrodille, herido de muerte, clavado en la arena, sino que patine como si hubiera pisado una pastilla de jabón (un chorrito de Fairy?) y se rompa los cuernos -¡qué daño!- contra los mármoles del templo.

El Minotauro no pide que lo entiendan sino que, de una manera u otra, lo maten. O, en su defecto, le limen los cuernos, lo afeiten. Todas las culturas mediterráneas -y la catalana, por más que quiera huir Pirineos allá lo es- la conocen, la fibra profunda del poder, del toro. Teseo. El laberinto. Roma, la gran intérpetre -imperium- de lo que Atenas se afanó por reducir a razón, cuando era pura y dura animalidad, bios. El toro hizo a Europa, secuestrándola; como Rómulo hizo a Roma asesinando a su hermano y -de nuevo- violando y haciendo cautivas a las mujeres, las madres, las hijas, las sirvientas, de sus vecinos. Ciertamente, difícil, engañar al Minotauro con una camiseta amarilla y una sonrisa.

El catalanismo no ha sabido encontrar la manera de asestarle una muerte dulce, sin sangre, al Minotauro

No les haré un spoiler, como se dice ahora, del libro de Álvaro, escritor e intelectual a quien conozco, leo y respeto. De hecho, me falta leer los últimos dos capítulos. Sí que apuntaré aquí que es un libro valioso, que merece la visita y la lectura sosegada, sin apriorismos. Estoy de acuerdo con bastantes de las premisas con las que el autor ha juzgado críticamente y autocríticamente, los años del procés -el procés, eso lo digo yo, se ha acabado y nadie predijo como afrontar la próxima curva del laberinto-. Suscribo, con Francesc-Marc, que las prisas, yo diría la ilusión de aceleración -rasgo característico de la fase digital del capitalismo, de la (in)civilización digital- han conducido el procés al borde del abismo. O a una dolorosa nada en que la única factualidad, el final de la obra, siguiendo la metáfora teatral del título del libro, es la represión, la cárcel, el exilio: el Minotauro ha herido a la dama, la Catalunya independentista, que, muy cupaire ella, ha osado salir a la arena sin manoletinas. Como diría Jordi Pujol, protagonista en buena medida de este ensayo vicentista-espriuano de cántico en el templo al final del procés con que Álvaro ha querido explicar no sólo donde estamos sino de donde venimos -con el retrovisor bien enfocado-, lean el libro.

Pero falta la piel de plátano. Falta colocarla sobre el mármol brillante, recién abrillantado, si puede ser ante el ara del fuego sagrado, y en el momento justo. Falta revelar el artefacto, la trampa, que desencadenará el final de la obra, ese que queda abierto. Si es que el independentismo, claro, quiere que la obra tenga un final, más allá de los ensayos -o de los rituales de rebelión que ha ejecutado los últimos años, yo lo veo más así-. He ahí el drama. El independentismo, y una parte del tercerviismo y el unionismo catalán, siguen interpretando con el relato del Espriu, La pell de brau, lo que reclama menos trascendencialismo y sacrificialismo, menos días históricos y samarretisme -que me perdonen mis amigas que el miércoles volverán a estar, en la mani de la Diada (la última gran mani?)- y más sarcasmo y picardía. Menos maquiavelismo de pacotilla, menos "de la ley a la ley", y más política... de Joker. El independentismo ha sido derrotado? No confundiría la derrota del procés con una derrota del movimiento independentista ni mucho menos de su objetivo. Lo que está claro es que el independentismo necesita más hijoputismo y menos ramonetismo. Sólo hace falta contar cuántos libros de autocrítica como el de Álvaro, necesario, han aparecido en el bando de los vencedores.

No confundiría la derrota del procés con una derrota del movimiento independentista ni mucho menos de su objetivo

 

(El jueves hará diez años que la riera de Arenys se desbordó de votos con la consulta independentista de Arenys de Munt. El primer ensayo. Carles Móra y Tuxans, alcalde del pueblo, independiente, fue uno de los factótums de aquella gran exhibición de democracia, precedente de las consultas posteriores, del 9-N y del 1-O. Carles Móra, un espriuano, fue profesor mío de lengua y literatura catalana en los Escolapios de Mataró y, disculpen la referencia personal, estoy muy orgulloso de haber tenido maestros que, además de decir, han sido capaces de hacer. Lo explico porque Álvaro habla mucho en su libro de los efectos de la disonancia cognitiva sobre el movimiento independentista. De la distancia abismal que puede haber entre las palabras y las acciones, o lo que se espera de ellas. A lo largo de esta década, el independentismo ha sido demasiado dependiente de las palabras y los discursos; del "haz como sí... y pasará". El construccionismo, la teoría de raíz ilustrada, kantiana, según la cual la realidad es construida y, por lo tanto, se puede cambiar, tiene el riesgo, ciertamente, de derivar en ilusionismo. El problema es que, como nos explica Judith Butler, el simulacro crea realidad. Una realidad, si quieren, tan débil, tan precaria, como la realidad en sí; pero realidad, al fin y al cabo. Es lo que explica la paradoja que una declaración de independencia fake, o suspendida, cuya esencia es equivalente al papel mojado, se convierta en un hecho punible y pueda ser castigada por la justicia española (¿otro oxímoron?) con penas de prisión de 15 (sedición) o 30 años (rebelión). Así, podemos admitir, con Álvaro y otros, que todo ha sido un ensayo general, una gran performance; pero el problema es que el Minotauro español sufre de estrabismo. Allí donde, de acuerdo con los hechos objetivables, sólo hubo protestas y declaraciones de independencia fake, "faroles", como dijo Clara Ponsatí, el poder español, como un Quijote pasado de speed o anfetas, seguramente asustado por los monstruos que él mismo ha creado en sus peores delirios, ha visto o ha querido ver violencias, rebeliones y sediciones con las cuales se justificará un escarmiento, la sentencia del 1-O, tan real como las rieras del Maresme cuando bajan, imparables, desbordadas de agua, arena y estrépito, enloquecidas de rabia y furia.)