Antes que nada, permítanme justificar la paranomasia del subtítulo que, así de entrada, se les habrá podido antojar un poco excéntrica: escribo esto haciendo memoria palatal de mi cena de ayer en Can Fusté, restaurante vecino del Camp Nou, donde generaciones de culés han venido a celebrar las gestas del equipo o, a falta de victorias, a sacar las tripas de mal año. Afortunadamente, en su carta de postres no encontrarán el coulant, el pastel que inventó el chef Michel Bras y que tantos establecimientos copian con poca fortuna. En cambio, uno puede ponerle la guinda al festín con un «Urruti», postre —dos bolas de helado de vainilla dentro de un zumo natural de naranja— que no creó ningún cocinero francés, sino un futbolista vasco: Francisco Javier González Urruticoechea, defensor de la meta azulgrana, en los años de Naranjito, que un día tuvo el acertado antojo de pedirle esta mezcla a Miguel Plaza, patriarca de Can Fusté, y María Plaza, hija y heredera del negocio, lo ha mantenido en la remozada carta. Michel Bras cocinó por primera vez su celebérrimo volcán de chocolate en 1981, el mismo año en que sucedió la historia en la cual nos centraremos hoy. Un 25 de marzo, el mismo día que escribo estas líneas, se cumplen cuarenta y un años de la liberación de Enrique Castro 'Quini', El Brujo, el delantero asturiano que unos sans-culottes en el paro tuvieron la mala idea de secuestrar a fin de resolver sus problemas económicos, justo cuando el Barça tenía encarada la liga, y que vivía justo encima del restaurante. Esta última, la de comparar a unos pobres diablos insolventes de la España de la Transición con la clase baja de la Francia revolucionaria, necesitará, quizás, otras explicaciones, pero les ruego paciencia (y tolerancia frente a las licencias poéticas).

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Sobremesa en Can Fusté: Urruti, memorable portero e inventor de postres, sentado, en el primer plano de la derecha. Al fondo a la derecha, de pie, Miguel Plaza, patriarca del restaurante. A la izquierda, Migueli sentado junto a Kubala, entre otros que tendrán que averiguar ustedes. Foto: Archivo de Can Fusté.

La retórica me ha llevado a empezar por el postre, pero, naturalmente, primero llegaron los entremeses: hummus con wantán frito y una alargada rebanada de pan con tomate. «Esto no se servía en los tiempos de Quini —me dijo María, refiriéndose al puré de garbanzos del Oriente Próximo con la crujiente guarnición asiática—, en aquellos días unas olivillas y poco más.». En cuanto al pan mojado con tomate y aceite, servidor no pudo evitar oprimir con dos dedos los cantos de la rebanada para que la totalidad chupara bien el aceite, gesto que adquirió desde que se le vio hacer (en YouTube) a Manuel Vázquez Montalbán, en el ochentero programa de cocina Con las manos en la masa. En cierto momento de la novela El premio (1996), el reconocido novelista, gastrónomo y culé, dice en boca de su alter ego «[el pan con tomate] es un prodigio de koiné cultural que materializa el encuentro entre la cultura del trigo europea, la del tomate americana, el aceite de oliva mediterráneo y la sal, esa sal de la tierra que consagró la cultura cristiana. Y resulta que este prodigio alimentario se les ocurrió a los catalanes hace poco más de dos siglos, pero con tanta conciencia de hallazgo que lo han convertido en una señal de identidad equivalente a la lengua o a la leche materna, mientras que los charnegos, los inmigrantes catalanizados, adoptamos el pan con tomate como una ambrosía que nos permite la integración.». El escritor otorga al pan con tomate un papel de aglutinador social, valor que también se ha hecho propio el Fútbol Club Barcelona (som la gent blau-grana. / Tant se val d’on venim / si del sud o del nord / ara estem d’acord, estem d’acord / una bandera ens agermana.). Panem et circenses (literalmente, pan y juegos de circo) es el conocido latinajo que describe la práctica de los gobiernos o los poderes fácticos de proveer a las masas de alimento y entretenimiento, a fin de mantener al pueblo distraído de la política o de ocultar hechos controvertidos. En Catalunya, no hace falta decirlo, empapamos ese pan asistencial con tomates de colgar, lo aliñamos con sal y aceite, y nos lo zampamos. A veces incluso le añadimos sardinas en salmuera, denominadas popularmente 'guardias civiles'. En la actualidad, a menudo esta locución ha mutado a Pan y Fútbol, de igual modo que se ha trasladado hacia el terreno de juego la cita de Karl Marx «la religión es el opio del pueblo», aludiendo al hecho que la clase trabajadora olvidamos las injusticias sociales para llevar bajo palio a los multimillonarios en pantalón corto.

Sin evidencias sólidas de chorizo, la textura delicuescente de los callos contrastaba con los abundantes trocitos de jamón ibérico, la estrella de la casa, anegados en una salsa fina y picante, como tiene que ser, refrescada por el perejil bien picado. Un chut directo al paladar; que es como decir a la portería del alma.

El actual himno del Barça data de 1974, un año después de que Can Fusté abriera sus puertas en la Gran Vía de Carlos III, en el barrio de Les Corts. Un cuadro, colgado en el comedor, hace memoria pictórica del origen del nombre del negocio. Contrariamente a lo que se podría pensar, no guarda ninguna relación con Josep Maria Fusté i Blanch, el emblemático centrocampista de los sesenta que llegó a ser capitán del club. El Bar Bodega Fuster fue una popular tasca situada a pocos metros del actual restaurante, en la que peregrinos de toda la península se paraban a beber vino y catar las carnes de sus celebérrimos jamones de bellota. «Y eso que no tenía ni baldosas —me explicó María— que los días de lluvia la gente salía con los zapatos llenos de barro.» Toda una estampa de Can Fanga, como se malllamaba antaño a la Ciudad Condal. Miguel Plaza se formó trabajando en aquel templo del jamón, y al cerrar este, decidió abrir su propio negocio con el dinero ahorrado, trasladando todo el savoir faire jamonesco del Fuster y perdiendo la «r» final en la mudanza. Cuarenta y nueve años después, María, Carlos 'Charly' Fernández y Carlos, el hijo de ambos, continúan la tradición hostelera familiar, adaptándola a los nuevos tiempos. Charly, por cierto, es el primo hermano de Miguel Bernardo Bianquetti 'Migueli', legendario defensa azulgrana, uno de los más relevantes y queridos de la historia del club, también conocido con el apodo de Tarzán por su imponente físico y su melena barbárica. Y es el mismo Charly quien, simpatiquísimo él, me llevó el plato fuerte de la noche: los «Callos con cap-i-pota de mi madre», una de las más agradables constataciones de lo que puede dar de sí la perpetuación de la sabiduría matrilineal en los fogones. Sin evidencias sólidas de chorizo, la textura delicuescente de los callos contrastaba con los abundantes trocitos de jamón ibérico, la estrella de la casa, anegados en una salsa fina y picante, como debe que ser, refrescada por el perejil bien picado. Un chut directo al paladar; que es como decir a la portería del alma.

Se ha dicho que a Núñez no le aceptaron nunca nuestras élites, por considerarlo un advenedizo, un nuevo rico deficitario de catalanismo; pero lo cierto es que estaba bien dotado de nuestro estereotipo más ortodoxo: en una ocasión, llegó tarde a una comida y al sentarse en la mesa explicó que se había peleado hasta la última peseta con el proveedor de las cestas que el club enviaba en Navidad.

1974 también se recuerda, o no, como el año en que pusieron de moda la práctica de la streaking, el arte de desnudarte, saltar al terreno de juego y correr pies, para qué os quiero hasta que te atrapen los de seguridad y te obliguen a taparte las vergüenzas, un acto que originalmente se hacía con fines críticos o de protesta política. El semanario francés Paris Match publicó que «el streaking es una antigua tradición: enseñar las nalgas ha sido en todos los tiempos el último recurso de los descontentos.» El nudismo en los campos de fútbol, sin embargo, no llegó a la península Ibérica, ni a nuestras revistas, hasta algunos años después, ya casi despojado de todo el sentido crítico que apuntaban aquellos pioneros sans-culottes (literalmente, «sin calzones») de los céspedes franceses. De hecho, las carnes más polémicas nunca vistas en el Camp Nou fueron las de 'El Clásico del Cochinillo', la jornada en que alguien le lanzó una cabeza de lechón asado a Luis Figo. «Yo no lo había visto. Si no, me hubiera comido un poco.», declaró el gran traidor al final del partido. Después de la irrupción de un streaker en un Barça-Betis, Josep Lluís Núñez, a la sazón presidente del club azulgrana, soltó una de sus perlas, a manera de justificación del fallo de los servicios de seguridad: «Deben de haber pensado que se trataba de una mujer, y la dejaron que saliera al campo para que el público se divirtiera.». El comentario, oprobioso, se quedó corto en comparación con lo que pronunció ante la mujer del jugador secuestrado cuando los secuestradores cifraron la recompensa: «La vida de Quini no vale cien millones de pesetas.». Se ha dicho que a Núñez no le aceptaron nunca nuestras élites, por considerarlo un advenedizo, un nuevo rico deficitario de catalanismo; pero lo cierto es que estaba bien dotado de nuestro estereotipo más ortodoxo: en una ocasión, llegó tarde a una comida y al sentarse a la mesa explicó que se había peleado hasta la última peseta con el proveedor de las cestas que el club enviaba en Navidad. También se dice que el 'pecident' fue un futbolista y entrenador frustrado que intentaba demostrarle a sus técnicos como se tenía que jugar utilizando migas de pan, vasos, tenedores, cuchillos y alguna fruta sobre el mantel de los restaurantes. Cómo he dicho antes, y seguramente ya sabían, el equipo azulgrana acabó perdiendo una liga que tenía ganada a causa de la tristeza de los jugadores por el secuestro de su compañero, y de esto culparon al entrenador, Helenio Herrera, y a Núñez, para obligarlos a jugar: «No jugaré. Además de piernas tengo corazón, solo quiero que vuelva Quini», declaró su amigo, Bernd Schuster.

Y no lo hice, pero me entraron ganas de enseñarles las nalgas tanto a los rascacielos de la banca como al estadio Spotify, de usar «el último recurso de los descontentos», como lo llamaban en Paris Match.

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Miguel Plaza llevando de comer a Mari Nieves, la mujer de Quini, ante un grupo de periodistas y vecinos.

Los delanteros centro son secuestrados al atardecer

«El restaurante fue el centro de operaciones tanto de la policía como de los periodistas, —continúa María— y durante los veinticinco días que duró el secuestro de Enrique, mi padre no cerró, porque aquí siempre había mucha gente esperando con las escuchas telefónicas. Lógicamente, eran tantas horas que había que comer y cenar en algún momento. Pero, vaya, mi padre no ganó un duro con todo esto. Lo hizo por amistad pura y dura. Era la única persona que entraba en el piso, aparte de la policía, para llevarle algo de comida a Mari Nieves, la mujer de Enrique.». El secuestro lo habían perpetrado dos mecánicos de motos zaragozanos y un electricista barcelonés (que no barcelonista), los tres en el paro. Unos muertos de hambre sin ningún antecedente criminal, unos sans-culottes que, a pesar de tener quizás demasiada conciencia de su clase, no se llevaron al delantero como un acto político, sino por razones puramente alimentarias. Los detalles del secuestro los encontrarán fácilmente en las hemerotecas, yo me centraré en los detalles propios de esta sección. Por ejemplo, en las chapuceras conversaciones telefónicas con Mari Nieves, que evidenciaban la nula profesionalidad criminal de los obreros metidos a hampones: en una de ellas, con inconfundible acento baturro, le apremiaban a pagar el rescate porque se estaban quedando sin presupuesto por bocadillos. «Quini come como una lima», se quejaban. Los bocadillos se los compraban a diario en al bar Miraflores —justo junto al pequeño taller de motos donde encerraron al futbolista, un lugar donde nadie podía encontrarlo, ya que los desafortunados mecánicos no recibían prácticamente encargos—, que regentaba un tal El Piji en el zaragozano barrio de Sementales (me ahorraré el chiste), quien después puso un cartel anunciando, ufano, que Quini comía sus bocadillos. Cuando los polis descubrieron el pastel, de una patada derribaron la puerta del taller de motos, y allí que pillaron a uno de los secuestradores batiendo un huevo en la cocina, que sin decir palabra señaló una trampilla en el suelo. Una vez liberado, Quini perdonó a sus secuestradores, de quienes aseguró que eran buena gente que habían hecho lo que habían hecho por necesidad, y se empeñó en firmar la expresa renuncia a indemnización alguna, suya ni para el club, que reclamaba una compensación millonaria por haber perdido la liga. Núñez no pudo comprender la solidaridad entre el secuestrado y los secuestradores. Era incapaz de asumir que, como Marat con los sans-culottes, Quini fuera L’Ami du peuple. Cómo dejó escrito, un a vez más, Manuel Vázquez Montalbán en Crónica sentimental de la transición (Espejo de España, 1985) «Quizás Núñez vio en la actitud comprensiva de Quini un caldo de cultivo para el principio del fin de los valores sólidos en que debe de creer todo constructor de edificios y de coliseos del Pan y Fútbol.».FOTO 3

Consumado el ágape, me despedí del amable Charly (la dirigente María me dijo adiós un rato antes) y su forzudo apretón de manos hizo patente la genética compartida con Tarzán. Una vez en la calle, y deshaciendo el camino a casa, quizás porque me he malacostumbrado a los vinos naturales, el par de copas del categórico Rioja que me había echado al coleto me nublaron la mente con mágicas, ocultistas, esotéricas asociaciones de ideas. A Enrique Castro le llamaban El Brujo, y como delantero centro lucía el dorsal número nueve. El Nº9 corresponde a la carta del Tarot «el Ermitaño», el arcano mayor que representa a un personaje que a través del aislamiento encontró la sabiduría mística. Se trata de una figura homologable a Yoda, de La Guerra de las Galaxias, o a Gandalf, el brujo de El Señor de los Anillos. Enfilé la Gran Vía de Carlos III, entre lenitivos bloques de pisos construidos por Núñez y Navarro (o 'Trúñez y Cagarro'), y desde donde se divisan las 'Torres de Mordor', como se conocen popularmente, al menos en sectores de izquierdas, las sombrías Torres de La Caixa. El año 1991, el programa Con las manos en la masa, donde Vázquez Montalbán había mojado el pan con tomate, fue abruptamente retirado cuando Elena Santonja, la directora y presentadora, se negó ante el hecho que se incluyera publicidad de productos durante el desarrollo del programa. Recordando este dato, dejé atrás el estadio que pronto llamaremos Spotify Camp Nou. Y no lo hice, pero me entraron ganas de enseñarles las nalgas tanto a los rascacielos de la banca como al estadio Spotify, de usar «el último recurso de los descontentos», como lo llamaban en Paris Match. Y ya en el metro me invadió un sentimiento de nostalgia por unos tiempos que jamás he vivido, cuando los clubes eran más que clubes, enseñar el culo era un acto político, los futbolistas además de piernas tenían corazón y los restaurantes, como Can Fusté, no solo eran restaurantes. Y pensé que hoy en día es todo muy de pa sucat amb oli.