No tenemos memoria. No hace ni dos meses que ha pasado y ya nadie no habla. Me refiero a las palabras que dijo Juan Roig, propietario de Mercadona, en una rueda de prensa: “A mediados del siglo XXI no habrá cocina”. Una afirmación contundente que generó artículos, opiniones, aspavientos diversos e, incluso, insultos de todo tipo.

Hace quince años fui a Inglaterra a visitar a mi hija que estudiaba allí. Lo que más me impactó fue la cantidad de comida preparada de los lineales de los supermercados. Volví confiada de que aquí nunca nos pasaría porque tenemos una arraigada cultura alimentaria, amamos a los alimentos, disfrutamos del proceso culinario y tenemos una historia gastronómica alabada por todo el mundo. No, nosotros nunca compraríamos estas ensaladas hechas de vete a saber cuando, empaquetadas en plástico con color de fato de hospital.

Os alerto, desde este humilde artículo, que si algún CEO de la industria alimentaria me quisiera contratar para asesorar o predecir algunas de las tendencias de los consumidores, no lo haga porque llevaría a la empresa al desastre económico más absoluto. Cuando salieron al mercado los gazpachos en tetrabrik o las tortillas de patatas empaquetadas, vaticiné un fracaso absoluto de estos productos. Es patente que no tengo visión.

La sentencia del Sr. Roig no me sorprende nada, lo que me sorprende es la sorpresa y la indignación que causaron sus palabras. Me sorprende porque no hace falta que nos lo diga nadie, solo hace falta que observemos el contenido de los carros de los supermercados. Solo hace falta que abramos el armario y la nevera de cualquiera que nos lo permita. Solo hace falta que observemos qué sale del microondas del trabajo. Aquello que vi en Inglaterra está hoy al orden del día, tanto en el área metropolitana como en el pueblo más remoto del Pirineo.

¿Es culpa de la industria alimentaria? ¿Es culpa de las cadenas de distribución? Dejadme hacer un apunte histórico. En plena revolución industrial, a la primera mitad del siglo XX, cuando Catalunya era la principal fabricante de tejidos del mundo en una Europa convulsa en la que se encadenaban los conflictos bélicos y los hombres eran llamados a los frentes de combate, las mujeres —por descontado, las mujeres más humildes— fueron mano de obra primordial en las fábricas y los talleres. Aquellas mujeres, cargadas de hijos, y cuidando, también, de los abuelos, trabajando 12 horas diarias, suerte tuvieron de los puestos de legumbres cocidas que se colocaban en las puertas de las textiles.

Los vendedores de legumbres cocidas surgieron espontáneamente de una mezcla del típico emprendimiento catalán y de ayuda solidaria a las familias obreras. El ingenio siempre se afila ante situaciones de necesidad. Esta protoindustria alimentaria de las legumbres cocidas fue la respuesta inmediata a la necesidad imperiosa de las obreras humildes. Vender comida preparada para aliviar el trabajo en la cocina no es de rabiosa actualidad, sino de rabiosa antigüedad.

A cada caldo en tetrabrik que compramos perdemos conocimiento, habilidad, hábito, somos menos sostenibles y damos la razón a las palabras pronunciadas por Juan Roig

No he venido a defender la industria alimentaria, sino a repartir tortas a diestro y siniestro. Nosotros vamos dejando morir la cocina de casa y la industria, siempre alerta como un lobo, espera el momento justo para clavar mordisco y llevarse el trozo más tierno y provechoso, que son nuestros dineritos. El mordisco tiene forma de plato preparado, salsa o fruta cortada porque, aunque estamos rodeados de todo tipo de artefactos, electrodomésticos e ingenios diversos, nos da pereza cocinar.

Pensamos que nos lo cocinen todo es un avance, y no nos damos cuenta de que vamos perdiendo una sábana (o un plato) a cada caldo en tetrabrik que compramos. Perdemos conocimiento, habilidad, hábito, somos menos sostenibles y nos vamos haciendo cada vez más dependientes de la industria alimentaria hasta el punto de que nos tienen cogidos por los huevos hasta que nos hagan ir de rodillas para suplicar que nos pelen el plátano, porque ya no sabemos cómo se hace. Lo que tenemos que hacer es dedicar la energía que gastamos insultando al de Mercadona en volver a encender el fogón si nos queremos liberar de la esclavitud de tener que comprar (y lamer) sus huevos fritos y envasados.