Para solucionar un problema, lo primero que hay que hacer es aceptarlo. Este hecho de darse cuenta de que existe algo que arreglar es el primer paso para cambiar la situación. Siempre me lo habían dicho desde pequeño. Aquella frase con inri, aquel tono repelente, pero que, en el fondo, es totalmente cierto. Aceptar la derrota es el inicio de la victoria. Y, en este caso, me refiero a la reconquista de la cocina catalana.
Parto de unas semanas atrás cuando fui a la presentación del Manual de Autodefensa de la Cocina Catalana. Nos encontrábamos una serie de periodistas gastronómicos catalanes en el restaurante Alkimia, del chef Jordi Vilà. El famoso cocinero daba a conocer un manifiesto, una cosa reivindicativa, desde un punto de vista crítico y rebelde para alertar de que no estamos bien. De hecho, si paramos un momento de atención, respiramos con calma y reflexionamos nos daremos cuenta de que estamos anunciando una campaña, ingeniosa y con tono divertido, pero serio, para decir que en Catalunya, en nuestra casa, la salud de la cocina catalana está en las puertas de entrar en la UCI.
¿Por qué? ¿Por qué planteamos eso? Lo planteamos porque la cocina que nosotros consideramos, la cotidiana, la que vemos en las calles es radicalmente diferente de la que podíamos contemplar en Barcelona unas décadas atrás. Estamos en un cambio de época, claro está, y nos dirigimos hacia un mundo que no sé exactamente hacia dónde va. Globalización, sí, pero también el crecimiento de un sentimiento cada vez más compungido y triste de no sentirme en casa o, cuando menos, de menos pertenencia en relación con aquello que para mí es casa.
La cocina catalana no desaparecerá por atentado; morirá de olvido, y el olvido es culpa nuestra. Tenemos que recuperar la educación culinaria a los más jóvenes y entender que la cocina nos recuerda dónde estamos y quiénes somos
La cocina, en estos cambios de tiempo, es una de las cosas que nos recuerda y nos dice dónde estamos y quiénes somos. Actualmente, encontramos varias amenazas a las que tiene que hacer frente la cocina catalana. Personificándolo, son las instituciones, principalmente, pero también la ciudadanía y los cocineros de este país que tenemos que remar todos juntos hacia la misma dirección para hacernos significar. La cocina catalana no puede morir. No tiene que morir. Todavía más, tiene que renacer del momento crítico por el que pasa y dignificarse y volver a hacerse respetar en nuestra casa y en nuestras conciencias. Se trata de creérnoslo. De saber de una vez por todas que tenemos una de las mejores cocinas del mundo, los mejores cocineros y cocineras del mundo.
La educación no solo se enseña a las escuelas. También en casa. Con la cocina pasa lo mismo: no se enseña en las escuelas ni en los restaurantes. Esta cocina tradicional, esta cocina catalana que mamaron nuestros padres, abuelos y antepasados se enseñaba en casa. ¿Qué es la coca de recapte? ¿Qué es el pan de Sant Jordi? ¿Cuáles son los platos típicos que comemos en Catalunya por Navidad? Si cogiera el micrófono de La Gourmeteria y paseara por las calles de Barcelona haciendo estas preguntas a la gente menor de 30 años, probablemente, me llevaría un golpe de realidad durísimo, pero que podría intuir perfectamente.
El mantenimiento de la cocina de un territorio es a través de las casas. En los restaurantes nos doctoramos y disfrutamos, pero la economía y la salud de la cocina catalana es a cada uno de los hogares de este país. Es donde nos alimentamos, donde nos ensuciamos las manos, donde aprendemos qué es la temporalidad y qué alimentos combinan con otros alimentos. Aquello que se puede comer y lo que no se puede comer. En casa se está perdiendo porque el cordón de la militancia que nos liga generacionalmente de abuelos y abuelas a padres y madres e hijos se ha cortado. Se ha borrado.
Muy poco a poco, todos estos factores nos han ido separando de la cocina catalana. Una cocina rica, dulce, pero pesada que requiere tiempo y horas. En definitiva, unos esfuerzos que, quizás, ya no queremos dedicar a los fogones de casa. Si no que preferimos recalentar un plato de quinta gama. Porque, no sé vosotros, pero yo no veo jóvenes paseando por el mercado el sábado por la mañana. O yendo a hacer la compra con los abuelos y aprendiendo a seleccionar el producto. Reengancharnos a la cocina de antes es posible. Y tanto que lo es, y quien diga el contrario miente. Ahora bien, tenemos que arremangar manos y mangas para deshacer los pasos erróneos de los últimos años y acercarnos otra vez a la cocina que deslumbró el norte de los árboles genealógicos catalanes y que los ha hecho crecer.
La cocina es equilibrio. La supervivencia es equilibrio. La inteligencia es equilibrio. Nosotros pertenecemos a la cocina mediterránea, que no es solo una forma de comer, sino que es una forma de vivir, es una forma de estar presente en el mundo. Sin prestar atención resulta que nos abstenemos, mientras que paralelamente nos estamos alimentando de cheesecake, de ramen, de empanadas, de sushi y de ceviches. Claro está que son cocinas deliciosas y tienen su encanto, pero cuando viaje al Perú celebraré con orgullo probar el mejor ceviche del mundo. Y diré más: si alguien que es peruano abre un restaurante peruano en Barcelona, yo también lo celebro y, si es bueno, me encanta.
La cocina no es excluyente. Si hay una técnica foránea que es excelente y la podemos incorporar, hagámoslo sin ningún tipo de duda ni vergüenza. No es un “los catalanes primero”, sino que es un “los catalanes también”. Lo que sería lógico y hablaría muy bien de Barcelona es que por cada restaurante donde puedas comer ramen, hubiera 10 restaurantes de cocina catalana donde probar escalivadas, escudelles y caracoles. Y eso no es así, y cuando eso no es así, tenemos que sacudir un poquito el árbol y hacer caer unas hojas.