El queso es uno de los alimentos más universales y, al mismo tiempo, más sorprendentes de la gastronomía. Elaborado a partir de la leche, un producto tan básico y esencial, consigue desplegar una gama infinita de texturas, aromas y sabores. No es casualidad que esté presente en prácticamente todas las culturas del mundo: desde los quesos frescos y suaves del Mediterráneo hasta los grandes quesos alpinos madurados durante meses o años, cada uno esconde una historia y una identidad propia. Pero más allá de su diversidad, lo que hace del queso un alimento único es su capacidad de ofrecernos todos los sabores que nuestra lengua puede detectar. Desde la quesería Llet Crua, en el barrio de Sants, os traemos todos los detalles de este fascinante y delicioso mundo.
Cuando hablamos de los sabores del queso, nos referimos a los cinco básicos —ácido, salado, amargo, dulce y umami— e incluso a sensaciones añadidas, como el picante. Todos están presentes, en un grado u otro, según el tipo de leche, la técnica de elaboración y el tiempo de maduración. El ácido lo encontramos especialmente en los quesos de cuajada ácida, como los de cabra más jóvenes y quebradizos. Este frescor recuerda a la leche recién ordeñada y aporta una nota viva y vibrante en el paladar. El salado es universal: prácticamente todos los quesos tienen, porque la sal es clave en el proceso de conservación. Los que no llevan, como el requesón, se alejan de la categoría de “queso” y se sitúan en otra tradición láctica.
La amargura aparece en algunos quesos elaborados con cuajo vegetal, como los cremosos tipos Torta del Casar. Es un amargo sutil, que da profundidad y que, cuando está bien equilibrado, resulta casi adictivo. En cambio, la dulzura se hace evidente en quesos más cremosos y lácticos, como la mozzarella, el brie o el camembert. Son sabores que pueden evocar a la mantequilla fundida, crema o incluso palomitas.

El umami merece un capítulo aparte. Es aquel sabor intenso, carnoso y profundo que también asociamos a alimentos como el jamón ibérico, las anchoas o la salsa de tomate. Los quesos alpinos, como el comté, el gruyer o el parmesano, son el ejemplo más claro: plenos de cristales de maduración, ofrecen una experiencia que acaricia el paladar y llena la boca de sabor. Finalmente, está el picor. No es un sabor en sí, sino una sensación que aparece en algunos quesos de larga maduración, como los manchegos u otros curados. Es consecuencia de la degradación de las grasas y proteínas, y provoca aquel pinchazo sutil que calienta la lengua e invita a repetir.

El queso es un auténtico laboratorio de sabores, capaz de ofrecer experiencias tan variadas como las personas que los prueban. La clave está en descubrir qué sabores nos seducen más y a jugar con las combinaciones: un queso ácido para refrescar, uno dulce para equilibrar, uno de umami para intensificar. Así, cada mordisco se convierte en un viaje sensorial y personal. La razón es que, como pasa con las grandes historias, detrás de cada queso hay un mundo por explorar. Solo hay que dejarse llevar.