Diciembre es el mes de las comidas de empresa, de las cenas con amigos, los brindis familiares y picoteos improvisados en unos días que saben a vacaciones, aunque estés en la oficina. Es un mes de vida social intensa… y de digestiones pesadas. Hinchazón, acidez, cansancio después de comer… ¡Nunca se habla tanto del estómago como cuando llegan las fechas! Y los excesos, el comer sin hambre y el pasarse un día tras otro tiene sus consecuencias.

En esos momentos de arrepentimiento y malestar solemos tirar de los mismos recursos de siempre: infusiones, caldos para compensar, medicación para la acidez tomada a destiempo o suplementos que no siempre necesitamos. Son parches que alivian un rato, pero que no solucionan la base del problema: un sistema digestivo saturado y una microbiota que no pasa por su mejor momento.

Más que una moda

Aquí es donde entra en juego el kéfir. Un producto que llegó hace unos años como una moda más, pero que se ha quedado en los supermercados por el gran impacto positivo que tiene en nuestra salud. Aun así, todavía hay dudas sobre qué es, de dónde viene y qué puede hacer por nuestra digestión.

El kéfir es una bebida fermentada que se obtiene al añadir unos pequeños gránulos blancos, de aspecto gelatinoso, a la leche o agua con azúcar. Esos gránulos concentran una comunidad de bacterias lácticas y levaduras que conviven en equilibrio. Al fermentar, transforman los azúcares del líquido en ácido láctico, gas, una pizca de alcohol y otros compuestos activos. El resultado es una bebida ligeramente ácida, con burbujas finas y, sobre todo, cargada de microorganismos vivos.

Kéfir. / Foto: Cedida

A diferencia de otros lácteos fermentados, el kéfir se considera una especie de “ecosistema en miniatura”: en un mismo gránulo pueden convivir decenas de cepas distintas que actúan juntas. Por eso se está estudiando tanto su impacto en la salud intestinal y en la microbiota.

Entre los efectos más mencionados están la mejora de las digestiones, un tránsito intestinal más regular, mejor tolerancia a la lactosa en algunas personas y una mayor diversidad de bacterias “buenas” en el intestino

Dos grandes tipos

No todos los kéfires son iguales. A grandes rasgos, hay dos tipos principales:

El kéfir de leche es el más conocido. Se elabora con leche de vaca, cabra u oveja y su textura recuerda a un yogur bebible, algo más ácido y a veces ligeramente espumoso. Aporta proteínas, calcio, fósforo y vitaminas del grupo B, además de compuestos que se generan durante la fermentación.

El kéfir de agua se prepara con agua, azúcar y, muchas veces, frutas o especias. Tiene menos calorías y prácticamente nada de proteínas, pero mantiene la carga de bacterias y levaduras beneficiosas. Es una opción interesante para personas con intolerancia a la lactosa o que siguen una alimentación vegana, siempre que no se confunda con un refresco: sigue siendo un fermentado, no una bebida azucarada al uso.

Más beneficios

La ciencia lleva años mirando de cerca a este producto que cada día es más popular. La mayoría de los estudios se han hecho en laboratorio o en animales, pero apuntan en la misma dirección: el consumo habitual de kéfir podría ayudar a mejorar el equilibrio de la microbiota intestinal y, con ello, varios aspectos de la salud.

Entre los efectos más mencionados están la mejora de las digestiones, un tránsito intestinal más regular, mejor tolerancia a la lactosa en algunas personas y una mayor diversidad de bacterias “buenas” en el intestino. También se han observado posibles efectos antiinflamatorios, cierta ayuda en el control de la glucosa y del colesterol y una influencia positiva sobre el sistema inmunitario, que en gran parte está “instalado” en el intestino.

De súper o de casa

Otra de las razones por las que el kéfir gana fans es que se puede hacer en casa. El proceso es sencillo: se colocan los gránulos en un frasco con leche o con agua azucarada, se tapa sin cerrar del todo y se deja fermentar a temperatura ambiente entre 24 y 48 horas. Después se cuela, se reservan los gránulos para la siguiente tanda y la bebida resultante se guarda en la nevera.

Para quienes se inician, suele recomendarse empezar con pequeñas cantidades, unos 100 mililitros al día, e ir aumentando según la tolerancia, hasta unos 200 mililitros. Se puede tomar solo, mezclado con fruta troceada, con copos de avena o formando parte de un batido. Lo importante es la constancia y que el resto de la alimentación acompañe: de poco sirve cuidar la microbiota con un vaso de kéfir si el resto del día es un festival de ultraprocesados.

Un fermento con mucha historia

Aunque ahora se hable de él como si fuera la última tendencia saludable, el kéfir tiene siglos de historia. Se originó en las montañas del Cáucaso, donde se dejaba fermentar la leche en odres de piel de cabra que nunca se lavaban del todo. Con el tiempo, los pastores se dieron cuenta de que aquella película blanca que se formaba en la leche daba lugar a una bebida distinta, más ácida y más duradera, que les sentaba bien y resistía mejor el paso de los días.

El nombre kéfir se cree que procede del turco keyif, que alude a la sensación de bienestar. No es mala carta de presentación para un alimento que hoy muchos consideran su pequeño ritual diario para cuidar el intestino. De bebida de pastores a “oro blanco” de la microbiota, su viaje ha sido largo.