Fuera, el aire es denso como el jarabe para la tos. La carretera, en la lejanía, parece derretirse. La abuela va en el coche de mi primo. Nosotros tenemos el Coupé del tío, azul océano, doble capa de barniz, todo para nosotros. Nos estamos quedando dormidos. Y Miguel, Maik para los amigos, quiere meternos un poco de caña; todavía quedan cuatro horas hasta Murcia, donde pasaremos, un año más, un caluroso verano. ¿Adivináis? Nos suelta la mítica frase: “esto sí que era música”. Y gira con agresividad la ruedecita del equipo de música. Los altavoces, que están en la parte trasera del coche, parecen a punto de salirse de las cajas de madera: pam, pam, pam, pam, pam.
La hora de metraje se hace corta, porque va movida a ritmo de temacles que sonaron aquellos años a la Nave, Scorpia o Puente Aéreo y porque no rehúye los debates, las controversias y las bondades de esta música de xungos, hedonista, pero profundamente emocionante
Toda esta historia se documenta de forma profunda, desde una perspectiva social y política, con los DJs, productores y socios de clubs de la época en Màqkina. Historia de una subcultura (disponible en 3cat). La hora de metraje se hace corta, porque va movida al ritmo de temazos que sonaron aquellos años en la Nau, Scorpia o Pont Aeri y porque no rehúye los debates, las controversias y las bondades de esta música de chungos, hedonista, pero profundamente emocionante.
🟠Pastis & Buenri: "Somos los herederos de la Ruta del Bakalao"
Un fenómeno tan catalán como nosotros, la sardana o Peret
Javi y yo nos miramos. "Menuda mierda", pensamos. Eso no nos parece música. Estamos demasiado flipados con todo lo que nos llega en inglés. Coldplay son nuestros héroes. Pero como el coche es suyo, a base de machacarnos acabamos entrando. Somos adolescentes y creemos que lo sabemos todo, pero cuando vemos que aquella fiesta se mezcla con guitarras o clásicos pop, con estribillos brutales, fiestas locas como estas, empezamos a prestar atención. Extasí, extano. Maik vivió la música electrónica desde finales de los ochenta hasta el cambio de siglo en sitios como Studio 54 y en los alrededores de Barcelona. Hasta Mataró. Manresa. La fiesta estaba por todas partes. Al poco rato, el coche se nos queda pequeño. Aquella locura era rápida, divertida y especial. Ese verano acabamos con más ganas de estar en el coche que en casa. Entendimos por qué este fenómeno era tan catalán como nosotros, como la sardana o Peret. Porque era una subcultura que arrasó en todas partes y que incluso en el resto de Europa tenían su propia música acelerada. Hubiéramos matado por ver a Nando Dixcontrol en el Psicódromo y cantar, ¡porque el ácid se canta a pulmón!
Cuando volvimos al colegio, Javi y yo éramos unos subnormales. Teníamos catorce años. Pensábamos que aquella sensación de entendidos que habíamos adquirido en el Coupé nos hacía los más cultos, que vivíamos en nuestro propio Chasis. Aquella metralleta de sonido era taaaan adictiva. Pero en 2004 ya no quedaba nada de ese happy hardcore. Solo algo comercial en Flaix FM. Nosotros, hijos de la Barcelona pija, no pudimos vivir nada de aquel entusiasmo festivo. La máquina, ya no sé si escrita con Q o con K (adoptada del punk a mediados de los noventa), pasó a ser nostalgia. Ya con dieciocho, fuimos a una fiesta de DJ Pastis y Buenri y fue una mierda… No había ni drogas, ni risas, ni histeria colectiva. Todo eran viejos. Y ya no era ningún templo, ciertamente. La sensación es que habíamos llegado tarde, una vez más. No vivimos el techno. Y la fiesta espídica y sin límite la tuvimos al alcance, pero se quedó en aquel coche que Maik jubiló cuatro años después, como si aquel chasis también se sintiera criminalizado. Igual que se hizo con la màqkina. Los bienpensantes y cultos del Sónar resultaron mucho más simpáticos para la clase política. Javi y yo no hemos faltado a ningún Sónar desde entonces. Todos hemos querido tener una subcultura; la nuestra, la de los millennials, ha estado mediada por el mercado. "¿Cuánto pagáis por ir a ese festival?". Nos lo ha criticado siempre, y con razón, Maik.