La reciente noticia del matricidio en Torelló, cometido por una persona con un diagnóstico de enfermedad mental, ha sacudido conciencias. Pero no nos engañemos: no es un caso aislado ni imprevisible. Este miedo no es infundado por un alarmismo gratuito, sino la constatación de un sistema de atención que, a veces, falla.
Xavier, de 33 años, lleva años conviviendo con su trastorno esquizoafectivo, con consumo activo de tóxicos y prostituyéndose para poder financiarse su consumo. El día de su último ingreso a unidad de agudos de psiquiatría, los vecinos vieron la puerta del local donde vive abierta y con un fuerte olor a quemado. Lo encontraron tirado en el suelo, casi inconsciente, completamente drogado y había intentado quemar el sofá. Pero antes de esto, ha habido muchas situaciones similares, en las que el sistema ha dado la espalda a proteger a Xavier de su peor enemigo, su enfermedad mental. Este caso también habría podido salir en las noticias, si ese incendio se hubiera propagado al resto del edificio y hubiera habido víctimas mortales.
Marc, de 49 años, siempre ha convivido con sus padres, que lo han protegido y cuidado de su esquizofrenia paranoide. Ha sufrido dos defenestraciones en casa, y otro intento de autólisis en las vías del metro. Eso le ha provocado muchas secuelas físicas, pero también le ha provocado mucho sufrimiento, tanto a él como a sus padres. Presenta conductas violentas hacia sus padres, ha habido varias agresiones físicas, pero los padres no se ven con fuerzas de denunciar a su propio hijo. Viven amenazados y coaccionados a hacer lo que él diga. Cuando los Mossos d'Esquadra acuden al domicilio, alertados por los vecinos o por los propios padres, trasladan a Marc al hospital, de donde vuelve al día siguiente, ya que está sereno, o al cabo de pocos días, tras unos días ingresado en la Unidad de Agudos de Psiquiatría. Si en una de las diversas agresiones que han sufrido sus padres, los hubiera matado, también sería una noticia que abriría los diarios y que sería cuestión de debate el porqué no se han tomado medidas antes, y se buscarían responsabilidades.
Estos no son casos aislados, son una realidad en la que se encuentran no solo las familias, sino las entidades de apoyo a la capacidad jurídica, que asistimos a personas con un diagnóstico de salud mental, una realidad que, desgraciadamente, se ha normalizado: personas con problemas de salud mental sin la medicación que necesitan, en entornos desordenados, con higiene deficiente y hábitos completamente deteriorados. Esta precariedad no solo empeora los síntomas, sino que aumenta el riesgo de descompensaciones graves.
Los familiares alzan la voz. Las fundaciones de apoyo también llevamos años haciéndolo, que gestionamos situaciones límite con recursos mínimos y sin las respuestas que querríamos
Existen muchas barreras que hacen que el sistema no aborde las situaciones desde la prevención:
- Primeramente, recursos sanitarios especializados insuficientes en salud mental. Más allá de la poca disponibilidad de camas en unidades psiquiátricas hospitalarias, los centros de salud mental están desbordados y hacen un seguimiento insuficiente a la persona. En casos de trastornos mentales severos, en los que a menudo la estabilización de la persona no es posible con un ingreso hospitalario de corta y media duración, sino que necesita un ingreso a largo plazo, no es posible acceder a este tipo de recursos, puesto que la tendencia es hacia la desaparición de las plazas de larga estancia en los centros psiquiátricos y la inserción llena en la comunidad, sin dotar a la persona de herramientas y recursos para sostenerse.
- En segundo término, los recursos residenciales disponibles son insuficientes e inexistentes para algunos tipos de diagnósticos, con listas de espera que condenan a personas y familias a situaciones límite. Para poder acceder a una plaza en las pocas residencias que existen, como requisito, la persona tiene que estar estabilizada, no puede consumir tóxicos y tiene que ser autónoma para llevar a cabo muchas tareas, cumplir con una normativa y, además, acceder de forma voluntaria. Muchas personas con un diagnóstico grave no cumplen estos requisitos, y los abocan a vivir (o malvivir) con su familia, solos en el domicilio o en habitaciones realquiladas, en pensiones, o a sufrir sinhogarismo.
- Otra barrera es el abordaje que se realiza desde el sistema judicial. Como medida de protección para abordar las situaciones complejas que sufren estas personas, encomiendan a las entidades de apoyo a la capacidad jurídica la asistencia de estas personas. Las entidades de apoyo no tenemos recursos propios, no tenemos una varita mágica para solucionarlo, y nos encontramos con las mismas barreras que se han encontrado los familiares en un primer momento. Además, nos encontramos con juzgados desbordados, pocos juzgados especializados y solicitudes de ingresos hospitalarios involuntarios que tardan mucho en resolverse, a veces demasiado tarde.
- Otra barrera es la voluntad de la persona a tratarse, o, mejor dicho, la voluntad de la persona con una enfermedad mental que la somete. ¿Quién habla cuando la persona dice que no quiere irse a vivir a un hogar donde estará bien atendida y prefiere vivir en la calle: la enfermedad o la propia persona?
Los familiares alzan la voz. Las fundaciones de apoyo también llevamos años haciéndolo, que gestionamos situaciones límite con recursos mínimos y sin las respuestas que querríamos. No hablamos de privilegios, sino de derechos básicos: el derecho a una vida digna, a una atención adecuada y a una sociedad que no mire hacia otro lado hasta que es demasiado tarde. La pregunta es: ¿tienen que pasar desgracias como la de Torelló para que cambie algo?
Montse Villagrasa es gerente de la Fundació Via Guasp