Catalunya se encuentra en una situación de confusión política y moral que recuerda, en muchos aspectos, lo que había hace un siglo, antes de la Guerra. Los esfuerzos que el país ha hecho por ganar soberanía contra la resistencia numantina de Madrid han acabado chamuscando las estructuras de la sociedad, prácticamente hasta la base. El país está deprimido y se va fragmentando a remolque de retóricas grandilocuentes y de debates artificiosos, que no sirven para enderezar ningún problema colectivo.

La distancia entre la gente y los partidos se ha hecho tan grande que la vida pública es, desde hace ya bastante tiempo, el agente más importante de desesperanza y fanatización. En su empeño por disimular la poca legitimidad del régimen del 78, los políticos y los periódicos se aferran a las fórmulas seguras de los viejos tiempos de una forma cada vez más afectada y más estéril. El mundo ha cambiado y poco a poco se va viendo que intentar volver a los años dorados del autonomismo es una quimera incluso más disolvente que arriesgarse a salir adelante.

Al igual que hace un siglo, Catalunya se encuentra atrapada entre la nostalgia del pasado y la incertidumbre del futuro. Como ocurrió entonces, las olas migratorias están convirtiendo el país en un polvorín, mientras el ruido de la política y el periodismo trabajan para aturdir la inteligencia y el pensamiento. Es curioso, porque Catalunya nunca había tenido un pueblo tan capacitado para pensar, que supiera leer y escribir tan bien su lengua. Hace un siglo, la modernización del catalán fue la tabla de salvación del país, tras el derrumbe provocado por la Guerra. Ahora la lengua debería ayudarnos a evitar otro derrumbe o, al menos, a paliar sus efectos.

La defensa del catalán es el único salvavidas que tenemos, y que tendremos, si todo se va al garete

Cuanto más va, más me parece que la defensa del catalán es el único salvavidas que tenemos, y que tendremos, si todo se va al garete. Catalunya está sola en una Europa que se hunde, y esta vez, si todo peta (o cuando todo pete), no vendrán ni los americanos a salvar al Estado español. A veces es mejor bajar el listón. Agarrarse fuerte a las cosas seguras y dejar que pase el mal tiempo, sobreviviendo de la mejor manera. Las instituciones autonómicas carecen de solución. Sílvia Orriols es un referente más simbólico que político, aunque sea porque la política de un partido, y mucho menos de un país, no puede depender de una sola voz.

En la lengua está todo. Una historia más antigua que la del Estado español y el motor de las libertades y el reciente bienestar. De la lengua depende la economía, el modelo social y la esperanza del país. Por mucho que los partidos se empeñen en tener grandes debates ideológicos, los catalanes estamos atados de manos y pies, en términos políticos. Desde el franquismo que no teníamos tan poca capacidad de influir, colectivamente, en los asuntos del Estado y de nuestro país. No tiene sentido asustarse por problemas que no podemos resolver y mucho menos utilizar la ideología como excusa o entretenimiento de carácter futbolístico.

En las épocas de incertidumbre, la política de los países tiende a quedarse reducida a sus valores existenciales. Al igual que España ha sacrificado su democracia en la unidad, o que Estados Unidos está centrando toda su geopolítica en el dinero, o que Israel ya solo confía en la fuerza del ejército, Catalunya debe hacer palanca con la lengua. Poner toda la fuerza en el catalán no da la tranquilidad que da poner toda la fuerza en alguna ideología, pero es la única manera de aceptar la incertidumbre y de afrontarla. La lengua es el absoluto de Catalunya, su valor existencial, el motor esencial de su política, lo único que puede impedir que acabemos odiándonos absurdamente, al igual que hace 100 años.

En el fondo, Orriols es el símbolo más llamativo y más incómodo de este hecho: que, sin la lengua, todo el país se tambalea. Por eso da tanto miedo y por eso genera tantos anticuerpos. Orriols recuerda que el único valor político que nunca puede ser absoluto es el relativismo. En realidad, sus opiniones sobre el islam tienen mucha menos importancia, y mucha menos fuerza electoral, que la actitud lingüística que exudan. Hasta que los partidos del país no entiendan esto, será una voz en el desierto, pero la única voz que escucharán muchos catalanes, aunque no la voten o que le tengan una tirria bíblica.

Como deberíamos haber aprendido en el siglo XX, en las épocas difíciles es cuando el elemento místico o irracional de la política emerge y pone a prueba el alma de las naciones. A la larga, cuando el mundo occidental salga de su purgatorio, de lo único que nos acordaremos es de lo que habremos sido capaces de hacer para defender nuestra lengua —si es que estamos en condiciones de poder recordar todavía algo. Ni siquiera el PSC podrá escabullirse de esta lógica, por no hablar de los partidos procesistas, que serán los primeros en evaporarse. La voz de Orriols es solo una expresión de la memoria del país que se resiste a terminar en la papelera de la historia.