Madrid, 16 de julio de 1760. Hace casi 260 años. Carlos III, rey de España y cuarto Borbón hispánico, abría la primera sesión de las primeras Cortes de su reinado y las primeras de carácter general. Hacía casi medio siglo (28/11/1715) que su padre Felipe V había liquidado “por justo derecho de conquista” la última institución de la Corona catalano-aragonesa, el Consell General de Mallorca. El año anterior (1714) había arrasado las instituciones catalanas, y ocho años antes (1707), las valencianas y las aragonesas. Durante los reinados de los tres primeros borbones, Felipe V, Lluís I, y Fernando VI (1715-1759), las cortes españolas no habían contado nunca con una representación de la antigua Corona catalano-aragonesa.

Era la "España incorporada o asimilada", como lo denomina un ilustrativo y revelador mapa político cartografiado unas décadas después (1850) que se conserva en la Biblioteca Nacional de España. Y esta novedad —la del carácter general de aquellas cortes— animó a los ocho representantes "incorporados o asimilados" (dos por Barcelona, dos por Valencia, dos por Palma y dos por Zaragoza) a redactar y presentar un Memorial de Agravios. Naturalmente, y esta es la parte más sorprendente, aquella "representación", como se le llama en el mismo Memorial, estaba formada por personajes de probada adhesión al régimen borbónico; e incluso, de reconocido pedigrí borbónico: colaboracionistas de larga tradición familiar.

Los tres primeros borbones, Felipe V, Luis I y Fernando VI / Fuente: Wikimedia Commons

¿Por qué aquel Memorial?

La redacción de aquel Memorial es muy reveladora del estado de decepción de las oligarquías colaboracionistas —sobre todo catalanas— que, pasado medio siglo, constataban que el régimen borbónico no había cumplido las expectativas iniciales. Les costó un poco, pero finalmente se convencieron de que el progreso, la modernidad y la recuperación del liderazgo europeo que Felipe V (el nieto de Luis XIV de Francia) y sus inmediatos sucesores, tenían que inocular al viejo edificio hispánico —y que pasaba por la liquidación del régimen foral (estigmatizado a la categoría de relíquia)—, había quedado limitado a una simple operación de maquillaje (hay que decir, sin embargo, que con polvos de París).

Después de la Guerra de Sucesión (1705-1715) el poder y el prestigio de Versalles se quedaron en Francia, y en aquel primer medio siglo borbónico la única cosa que había cambiado era que la monarquía hispánica, en su condición decrépita le había sumado la de colonia económica de la monarquía francesa. La gran decepción colaboracionista se hizo patente (se puede decir que salió de debajo las piedras) cuando asumieron que el autoritarismo y el uniformismo —el nervio del nuevo régimen, naturalmente bañado con un viscoso barniz pretendidamente ilustrado— no era más que un negocio fabricado exclusivamente a beneficio de los Borbones y de las oligarquías cortesanas castellanas.

Una de las hojas del Memorial (1760) / Fuente: Enciclopedia

¿Qué reivindicaciones contenía aquel Memorial?

Uno de los primeros párrafos de aquel Memorial resulta muy ilustrativo. En una curiosa comparativa dice: “Algunos deben pensar que si los españoles tienen un mismo rey, conviene que tengan una misma ley para que sea perfecta la armonia, la correspondència y la unión de las partes de esta monarquía; pero, por poco que estudien y que reflexionen conoceran claramente que, así como el cuerpo humano no deja de ser uno y perfecto; por que sus partes, aunque distintas, obedecen a la cabeza o al alma que reside en él, así también uno y perfecto es el cuerpo de la monarquía por que sus regiones, aunque tengan leyes diferentes os obedecen y os estan sujetas”.

Lisa y llanamente reivindicaban la restauración del viejo régimen foral de la época Habsburgo. Pero la frase “por poco que estudien y que reflexionen”, contenía una carga de profundidad que pretendía poner de manifiesto el segundo objetivo de las oligarquías colaboracionistas catalano-aragonesas. Alguno así como: "Nosotros estamos más preparados para gobernar que esta gentuza que os rodea". Efectivamente, aquellas oligarquías colaboracionistas tenían la ambición de participar activamente en los grandes asuntos españoles: alcanzar cargos destacados en la administración borbónica española (sobre todo en la corona catalano-aragonesa) que desde el fin de la guerra (1715) estaban reservados, exclusivamente, a las oligarquías castellanas. Naturalmente, de probada adhesión al régimen.

¿Quiénes eran los representantes catalanes?

Los dos representantes catalanes, y a los que se atribuye la iniciativa del Memorial, eran Manuel de Sentmenat y Ramon de Ponsich. En el primer caso era uno de los muchos retoños de la estirpe colaboracionista Sentmenat-Oms de Santa Pau, que había tenido un papel destacado en la ocupación borbónica de Catalunya compartiendo atrocidades con Pópuli y Berwick. Incluso, un tío había sido nombrado virrey del Perú y, posteriormente, depuesto por escándalos y corrupción. Y en el segundo caso, exactamente lo mismo, pero sin tanto esplendor. Ponsich había hecho carrera después de la ocupación borbónica (1714): era "concejal perpetúo" de Barcelona, que en aquel escenario de represión explicaba muy bien su posicionamiento.

Estos detalles son muy importantes, principalmente, porque desmiente el falso mito de que los colaboracionistas eran partidarios de la destrucción y liquidación del corpus lingüístico y cultural catalán. Y este extremo queda patente en la argumentación de las reivindicaciones. En relación con la tragicómica justicia borbónica decían: “En los de Cataluña, Valencia y Mallorca los procesos, y las escrituras de los siglos pasados están en su lengua vulgar, que al cabo de tiempo entienden medianamente los castellanos, pero jamás todas sus palabras, y menos la energía de muchas, cuya inteligencia depende la justa decisión de los pleitos”.

Mapa de los estados de la Corona catalano aragonesa (1653) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

El portazo en las narices de Carlos III

Además, eran colaboracionistas (por convicción o por interés) del régimen borbónico. Porque es que ni siquiera eran partidarios de la marginación y progresiva sustitución del catalán por la rampante lengua del decrépito imperio español. Por ejemplo, en relación con la prédica religiosa argumentaban que la probada fidelidad a la fe católica de catalanes, valencianos y mallorquines merecía acabar con la represión lingüística: “En las Indias, los párrocos, para el bien de la fe habían aprendido las lenguas de los feligreses para llevarles el mensaje de Cristo. ¿Y van a ser los catalanes, valencianos y mallorquines de peor condición que los indios?

Sin embargo, Carlos III era un producto del absolutismo que habían importado los Borbones. Y eso, lisa y llanamente, quería decir que los conceptos diálogo y negociación (en definitiva, el concepto política) no existían en su, pretendidamente ilustrado, diccionario personal. Carlos III despachó el Memorial y la Representación con un monumental portazo en las narices. Y no satisfecho del todo, ocho años después, cuando el Memorial ya estaba muerto y enterrado, dictó la “Real Cédula para que en todo el Reyno se enseñe y se actúe en lengua castellana”, prohibiendo expresamente —so pena de severísimas sanciones— la más mínima presencia del catalán en las escuelas, en las iglesias... ¡y en los libros de contabilidad!

Retrato de Carlos III / Fuente: Wikimedia Commons