Es demasiado corto este artículo para repasar la vida de Juan Carlos I, con todas sus vicisitudes, incluidas las más oscuras, que no son pocas. Me limitaré, por lo tanto, a intentar caracterizar la decantación que la monarquía española ha ido mostrando a lo largo de los años, hasta quedar identificada no solamente con un sistema, el nacido el año 1978, profundamente en crisis, sino también y sobre todo con las fuerzas de la derecha españolista, hoy PP, Vox y Ciudadanos.

Como se sabe, los padres de la Constitución, recogiendo el deseo de Franco y el franquismo, incorporaron a Juan Carlos I en la arquitectura del nuevo estado democrático. Encajonando al rey en la Constitución, a los españoles se les negó, por la vía de los hechos, la posibilidad de restaurar la república decapitada por los golpistas del 36.

Juan Carlos I es un hombre de suerte. Así, gracias a, fundamentalmente, la intervención de Sabino Fernández Campo, en vez de verse arrastrado por el 23-F, pudo aparecer ante los ojos de los españoles como el salvador de la joven democracia. Aquella afortunada carambola le regaló la legitimidad que tanto necesitaba. A pesar de que las caras visibles del 23-F tuvieron que ser sacrificadas, el objetivo no lo fue. Así, justo el día siguiente de haber sido abortado el golpe de estado de Tejero, Juan Carlos I convocaba entorno a él todos los partidos menos los nacionalistas vascos y catalanes ―que gobernaban en sus comunidades― para estudiar qué hacer a partir de entonces.

El rey daba luz verde al inicio de la deconstrucción del pacto constitucional con respecto a la pluralidad del Estado. Un pacto que para los que venían del franquismo había sido un punto de llegada, el tope máximo, mientras que para las fuerzas democráticas ―entre ellas el catalanismo― había sido un acuerdo de mínimos, un punto de salida. El primer paso de esta deconstrucción sería la LOAPA, el año siguiente.

El 23-F facilitó, decíamos, que los retrógrados consiguieran empezar a reorientar el rumbo de la joven democracia española. La idea de que había que hacer marcha atrás se convirtió en la misión y el programa de la derecha española. Una misión y un programa compartido por una buena parte del PSOE.

Recordemos una cosa aquí por si alguien no lo tiene bastante presente. Franco nunca fue derrotado. Franco murió de viejo en la cama. El franquismo, sencillamente, había aceptado ceder parte del poder a los recién llegados, especialmente al PSOE. Un PSOE que, a su vez, fue renunciando a sus anhelos de cambio para convertirse en el segundo, e imprescindible, gran pilar en que se asentaba y asienta lo que algunos llaman, pienso que a estas alturas con razón, "el régimen del 78". Comparar el Felipe González de aquel 1978, con su cazadora, con el de ahora, una patética caricatura, ilustra perfectamente lo que ha sucedido.

Pasa el tiempo. Jordi Pujol va intercambiando, cuando puede, cuando se presenta la ocasión, apoyos en el Congreso por competencias y dinero. Peix al cove. Como ni el PP ni el PSOE creen en la diversidad, el intercambio pujolista da algunos réditos a los catalanes, pero no resuelve, ni siquiera aborda, el problema de fondo. Y va incubándose un gran resentimiento ―que, por otra parte, tiene largas raíces históricas― contra Catalunya, resentimiento ―catalanofobia― alentado y rentabilizado por el PP y a menudo también por el PSOE.

Así es como se llega al año 2000 y a la mayoría absoluta del PP. Aznar decide acelerar: es necesario que el gobierno central reabsorba poder y recursos, invertir lo que haga falta para convertir Madrid en el gran polo económico del Estado, poner las infraestructuras al servicio de esta visión centralista, provincializar las autonomías y, sobre todo, disolver las identidades y culturas diferentes. No es otra cosa que la eclosión, ahora de forma explícita, sin vergüenza, haciendo bandera, de aquel programa regresivo que se empezó a gestar al día siguiente del 23-F.

Los sucesores políticos, familiares y sociales del franquismo son dependientes de la monarquía ―y cada vez más la monarquía de ellos―

Mientras tanto, Juan Carlos I se ha ido identificando exclusivamente con el bipartito que manda en España. Es decir, con el PSOE ―sobre todo con Felipe González― y con el PP. Es decir, sólo con una parte del país. Monarquía y régimen del 78 son cada vez más una sola cosa. PP y PSOE se esfuerzan en convertir en tabú todo aquello que afecta al monarca. Desde su injustificable y gigantesca fortuna (cifrada por el New York Times en 1.800 millones de euros y por Forbes en 2.000), sus amistades peligrosas, hasta las incontables amantes o las reclamaciones de paternidad, pasando por su papel en el 23-F y su fraternal amistad con los dictadores de Arabia Saudí. Después vendrían su papel en el caso Urdangarin, la relación con Corinna y, finalmente ―ya con Ciudadanos y Vox, dos escisiones, dos spin off del PP― del actual escándalo de los 100 millones en dinero negro en Suiza.

Pasqual Maragall lanza la idea ―que Pujol nunca compartió, porque sabía que podía convertirse en un bumerán― de un nuevo Estatut. El cúmulo de ofensas y frustraciones posteriores ―empezando por la campaña de recogida de firmas contra el Estatut empezada por el PP― acaba con la paciencia de muchos catalanes, que llegan a la conclusión de que el pacto de la Transición ha sido traicionado. La sentencia contra el Estatut de un Constitucional parcial y títere hiere de muerte la esperanza fundacional del catalanismo de que Catalunya llegaría a poder convivir con España siendo respetada y escuchada.

Mientras tanto, Juan Carlos I, al cual el 1969 Franco había nombrado su sucesor, calla. Deja que Aznar y el PP causen un destrozo quizás irreparable. No sabemos si, en privado, aplaude. Lo que está claro es que no mueve un dedo para evitar la humillación a los catalanes.

Del día de Sant Jordi del 2001 ―recuerden: con Aznar con mayoría absoluta― fechan estas frases de Juan Carlos I: “Nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyos por voluntad libérrima, el idioma de Cervantes. Franco, su mentor, seguro que dibujó una sonrisa de satisfacción desde El Escorial. Lo decía el rey con motivo del Premio Cervantes, y era un insulto en toda regla no solamente a la historia y a la verdad, sino también a los pueblos americanos y a Catalunya, el País Vasco o Galicia.

El 2014, la situación de Juan Carlos, después del asunto de la caza de elefantes en Botsuana con su amante, Corinna, es insostenible. El régimen nacido de la Transición se siente amenazado, dado que la monarquía es el símbolo y piedra de toque de todo el edificio. Se opta por el relevo. Felipe VI es coronado. Se blinda jurídicamente tan rápido y tanto como se puede la figura de quien pasa a ser "rey emérito". El CIS pronto dejará de preguntar sobre la monarquía, una institución con el prestigio por los suelos.

Tres años después de su coronación, Felipe VI cree que ha llegado el momento para su propia legitimación. Su 23-F. Es el día 3 de octubre del 2017. Aquel discurso trata como enemigos a los independentistas, y con ellos también a todos aquellos que en Catalunya quieren decidir democráticamente su futuro, es decir, la mayoría de catalanes. Pero es algo más: es la orden de combate, de hacerles pagar a los independentistas lo que han hecho, la carta blanca para la represión. Es el "a por ellos" pronunciado por quien ocupa el vértice del sistema. Un llamamiento que, en realidad, rompe el encargo que el artículo 56 de la Constitución ―el rey “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”​― hace a la monarquía.

PP, PSOE y Ciudadanos cierran filas. Votan el 155 y avalan la represión. Vox todavía no está en las Cortes. En realidad, hacen un esfuerzo por relanzar un régimen que ven amenazado no solamente por el independentismo sino también por la irrupción de Podemos.

Con el último escándalo de la monarquía, los aparatos del Estado (y muchos medios de comunicación) intentan hacer lo de siempre: intentar esconder el asunto, menospreciar su gravedad y procurar que la gente se olvide rápidamente

La crisis que estalló en 2008 y el descontento global contra los gobiernos acabarían dando lugar a un panorama político mucho más diverso. Eso contribuye a fragilizar el sistema nacido del pacto de la Transición, y amenaza sus administradores y beneficiarios. Podemos nace en 2014 cuestionando frontalmente el statu quo y declarándose republicano. En el caso catalán, es partidario de la celebración de un referéndum de autodeterminación.

Poco a poco, el rey ha ido quedando identificado sobre todo con la derecha y no ha hecho nada para evitarlo ―el mismo error que cometió su bisabuelo, Alfonso XIII, que tuvo que acabar huyendo de España―, una derecha que, en su esfuerzo por mantener el sistema en pie, ha asumido con entusiasmo la defensa a ultranza de la figura de Felipe VI.

Justamente, Pablo Iglesias, el líder de Podemos, retrató esta situación en una agitada sesión en las Cortes este enero. Les espeta a Pablo Casado y Santiago Abascal que, si quieren preservar la monarquía, dejen de apropiársela: "Quizás paradójicamente se hayan convertido ustedes en la mayor amenaza contra la monarquía en España".

No es el primero, Iglesias, que se da cuenta de como los sucesores políticos, familiares y sociales del franquismo son dependientes de la monarquía ―y cada vez más la monarquía de ellos―.

Una cosa muy parecida a lo que señaló Iglesias, pero vista desde el otro lado, había dicho dos años antes Fernando Suárez, ministro con Franco, en una entrevista en El Mundo:

Pregunta: La condena al franquismo supone la condena de la Monarquía, ¿no?

Respuesta: Es evidente. Franco fue el propulsor de la Monarquía. Y si se deslegitima al franquismo y se convierte a Franco en una figura comparable a la de esos grandes dictadores sanguinarios de la humanidad, se le da una connotación a la Corona que la pone en riesgo. A veces pienso que se trata precisamente de eso.

Fernando Suárez llama a defender al rey. Y eso es lo que ha hecho el PSOE y, ahora con mucho más énfasis y convicción, la derecha española. Con el último escándalo de la monarquía ―que no será el último―, el de los 100 millones, los aparatos del Estado (y muchos medios de comunicación) intentan hacer lo de siempre. Intentar esconder el asunto, menospreciar su gravedad y procurar que la gente se olvide rápidamente.

No obstante, este tipo de operaciones, tantas veces repetidas del 78 hasta esta parte, son cada vez más difíciles de culminar con éxito. Hay menos margen, en la medida en que la información que circula por internet y las redes sociales es imposible de controlar y que el crédito de la monarquía, junto con el del sistema que simboliza, se ha ido agotando. Un sistema que con los años se ha oxidado y convertido en una rémora cada vez más y más pesada y difícil de soportar.