Siempre que el antiguo president Pujol sufre alguna leve dolencia, la mayoría de medios del país se lanzan con frenesí sobre la noticia, como si la actual neumonía que hace toser (aún más) al número 126 o cualquier pequeña herida fuera la excusa perfecta para ejercitar la morbosidad obituaria. Diría que la tribu tiene ganas de hacer las paces con —y, en cierta forma, de enterrar para siempre— el pujolismo, porque ni los enemigos más acérrimos del Molt Honorable acabaron de estar satisfechos con su primera hipotética muerte, la política, marcada por la confesión de la herencia andorrana y etcétera. A su vez, hay mucha gente que tiene ganas de convertir a Pujol en cadáver, pues, en el fondo, les da igual lo que pueda decir un juez español a estas alturas (después del cúmulo de sentencias creativas que vivimos durante el procés) y solo tienen ganas de reflexionar sobre el legado de uno de los últimos grandes líderes de la Europa agónica.

Entre todos estos, of course, están los convergentes; en cuanto a los de la vieja guardia, hay auténticas bofetadas por reivindicar la herencia de un hombre que consiguió para Catalunya la máxima cuota de poder que podía disponerse dentro de la autonomía. Pero también están los nuevos juntaires rebeldes, que son tan autonomistas como sus padres (y mucho más indocumentados), pero que querrían honrar a Pujol como una figura a superar que evidenciaría justamente la muerte de las prebendas del régimen del 78. La cosa tiene cierta gracia, porque las dos sectoriales indepes de centroderecha dejaron al president en la estacada cuando los españoles lo encausaron, retirándole honores y gloria, e incluso echándolo fuera de su oficina expresidencial. En esto destacó especialmente Artur Mas, quien aniquiló a Pujol para que no perjudicara su hoja de ruta de secesión, un programa más falsario y corrupto que cualquier pecado andorrano.

Con Pujol solo era necesario pasar cinco minutos para ver que no lo movía hacer pasta

Ahora que se habla tanto sobre la descomposición de Junts por obra y gracia de Aliança Catalana, encuentro que sería el momento ideal para que la mayoría de políticos convergentes y juntaires pidieran perdón al Molt Honorable 126. Primero, y me atrevería a insistir, porque entre un president de la Generalitat (el cual, de momento, solo ha confesado tener pasta en el extranjero, algo que comparte con muchísimos españoles de gran renombre, empezando por un antiguo rey...) y un juez generalmente cercano a las tesis de Vox o de Falange siempre deberíamos decantarnos por nuestro representante legítimo, por mucho que no nos guste. A mí nunca me agradó el patriotismo excursionista-catequista del antiguo president y los convergentes siempre me han dado pereza, pero con Pujol solo era necesario pasar cinco minutos para ver que no lo movía hacer pasta.

Este pasado fin de semana, muchos conciudadanos se indignaron fuertemente al ver que el programa Col·lapse ponía en un mismo plano la decadencia de Juan Carlos I y del propio Pujol. Sinceramente y sin haber visto cómo se encaraba la comparación, no entiendo mucho el enfado, porque esta es —ciertamente— la historia paralela de dos hombres que no tenían muchos números para acabar en el poder y que se impusieron a su presente sobrepasando la pequeñez de sus respectivas élites económicas. Juan Carlos se cobró el trabajo con un nivel de comisiones que a Pujol le debe parecer todavía pornográfico, pero ambos dinamizaron la economía a su alrededor —y miraron de enriquecer a sus familias— porque sabían a ciencia cierta que, sin repartir muchos billetes, habrían durado pocos minutos en el trono...

De momento, Jordi Pujol (solo) tiene neumonía y diría que —aparte de no tener previsto morirse pronto— el president tiene ganas de ver cómo los españoles resuelven la pantomima de juicio que se inventaron para derribar el independentismo. Si este era el objetivo, no solo fracasaron, sino que han acabado provocando que la centralidad política del país se base en el problema de la secesión, por mucha agua que le ponga el PSC. Diría que el expresident debe estar tranquilo, pues de la misma forma que los españoles impulsaron la amnistía porque Europa se lo pedía, ahora quizás acaban perdonándolo y haciéndole una estatua en Madrid. Si es el caso, el monumento sería del todo merecido, porque Pujol consiguió castrar la fuerza de la liberación nacional durante veintitrés años, que se dice pronto. Espero que cuando todo eso acabe, y los suyos le pidan disculpas, todavía tenga suficiente fuerza para gritarles cuatro cosas.