Es una costumbre que viene de lejos, y las redes sociales no han hecho otra cosa que ayudar a multiplicar exponencialmente su impacto, el interés de muchos ciudadanos por poner etiquetas a todo lo que se mueve. Y hacerlo desde la posición moral de quien se cree superior para establecer rankings con respecto al grado de adhesión o pertenencia a determinadas situaciones, aficiones o posicionamientos.

Cuanto más cerrado es el grupo, más fuerza tienen estas formas de actuar, aunque el anonimato y la capacidad expansiva de las redes sociales puede hacer creer a alguien que su doctrina es ampliamente compartida.

Este fenómeno de voluntad clasificadora respecto al resto de ciudadanos en lo que se refiere a una determinada idea tiene algunos puntos álgidos, especialmente si se refiere a temas susceptibles, respecto a los cuales se tienen ganas de polemizar.

Uno de los temas en los que uno puede encontrar muchos voluntarios para dar su opinión, desde la absoluta convicción de estar en posesión de la verdad, es la identidad, o las identidades. Especialmente si hablamos de identidades nacionales, un campo abierto para que se expresen abiertamente las sofocaciones de algunos individuos.

Hay quienes consideran que hay identidades buenas e identidades malas, considerando, obviamente, que es buena la que uno tiene o defiende

Según el posicionamiento de cada uno en materia nacional, hay quienes consideran que hay identidades buenas e identidades malas, considerando, obviamente, que es buena la que uno tiene o defiende, y que son malas todas las identidades que pueden chocar, ya sea por no reconocimiento, por enfrentamiento, o porque quien etiqueta, desde una autootorgada posición de superioridad, considera que debe quedar subsumida en la que él considera como primigenia. Y aquí no se admiten grises, los convencidos no consideran que pueda haber identidades regulares.

Quien ostenta este posicionamiento considera que su identidad debe ser dominante, y que, por tanto, todas las que ostentan otras personas que entran en confrontación o en duda deben ser dominadas. Aquí está la base histórica de muchos conflictos.

También algunos quieren que la identidad se establezca por una especie de orden de llegada, es decir, que hay algunas históricas y otras adquiridas. Son los que se inventan, desde un punto de vista histórico, una España vieja de dos mil años (o más), o quienes consideran que toda la historia les ha sido contraria, sin tener presentes los movimientos geoestratégicos, bélicos, económicos, demográficos, etc., que han ido conformando el mundo tal y como lo conocemos.

Hay quienes, por otra parte, establecen diferenciaciones identitarias considerando que las hay superiores e inferiores. Quienes defienden estos planteamientos, obviando cualquier respeto por los sentimientos de terceros y por los propios acontecimientos históricos, habrían desempeñado un gran papel en tiempos de la esclavitud y del colonialismo. Siempre hay alguien que, normalmente desde una posición de fuerza, quiere diferenciar entre superiores e inferiores, con el entendimiento de que él lo dicta desde su pretendida superioridad.

Después podemos encontrar en el vasto campo de las identidades quienes consideran que las hay nocivas y las hay positivas. Desde una posición que algunos quisieran subordinada, por falta de alma o por miedo, uno puede llegar a creer que su identidad debe ser menos respetada, y debe estar subordinada a otra, que uno considera o superior o bien más positiva. Quienes defienden tales ideas son peligrosos, y más si quieren o creen encarnar la representación de una colectividad con identidad propia, porque lo hacen desde una posición pusilánime, miedosa, y sesgada.

Para terminar también podemos encontrar a los ilusos que creen que hay identidades que suben (como si fuera la Bolsa de Wall Street) y que bajan. Se parecen mucho a los anteriores. Solo están pendientes de momentáneos, en términos históricos, movimientos especulativos, y se apuntan a lo que parece que les puede dar más beneficios inmediatos, renunciando si conviene (de facto, porque los cobardes no se atreven normalmente a reconocerlo) a la propia identidad, a la identidad que defendieron sus antecesores, con la voluntad de construir una comunidad rica y llena.

No creo en absoluto en las identidades calificadas, porque considero que hay que asumir siempre la propia, a pesar de que las cosas vayan o hayan ido mal, a pesar de que ahora pueda ser dominada, discutida, no suficientemente defendida por quien debería hacerlo, y dé la sensación de ir a la baja.

Mi identidad política es la catalana, y me da igual dónde la sitúen los vividores y los ganadores del momento. Para mí es histórica, positiva y querida. Solo soy un eslabón en el largo camino de las generaciones, y mi reto es elevarla todo lo posible. No bajaré la cabeza y, por el contrario, combatiré a todos aquellos que la consideren subordinada, no suficientemente histórica, no suficientemente positiva, o que va en descenso. No comparto estas consideraciones, y las considero nocivas de cara al presente y al futuro de nuestra nación.