Como todos los años, los barceloneses han desembarcado en el Empordà, y el hecho se nota sobre todo en que la atmósfera de esta bellísima patria pequeña vive sobrecargada de una fonética espantosa (con unas "as" nauseabundamente abiertas y un réquiem general por la ese sonora), y también por la obsesión de mis conciudadanos de hablar compulsivamente utilizando diminutivos; los más habituales son platjeta, caleta, gambetes… pero ahora la tara enfermiza ya se aplica a cualquier palabra, sea un restaurantet o una "tardeta mol agradabla". Todo esto, sumado a las aglomeraciones en comercios y playas, ya nos lo podríamos imaginar; es así como con la familia permanecemos casi confinados en casa, pues, si salimos de ella, nos arriesgamos a tropezar con una multitud de Josepmarias y Meritxells con la consiguiente chiquillería ("Va, Janipol, no crideu que el papa s’enfada!") o con un exconseller de la Gene ataviado con pantalones de lino blanco.
Lejos de compartir nuestro sentido de modernidad con los geniales compatriotas ampurdaneses, los barceloneses nos hemos dedicado a enmugrecerles la tierra con nuestras consuetudes más horteras. Este asesinato va desde la estética musical —porque somos los barceloneses quienes nos hemos dedicado a organizar año tras año la mayoría de los festivales que tienen lugar— de un mal gusto repulsivo y con unos grupos de música del pleistoceno, todos delirantes y esqueléticos, hasta ámbitos como el comercio y el hábito tan asqueroso de ensuciar cualquier rincón del mundo, por minúsculo que sea, con su consiguiente mercado de artesanías (hecho en China, of course) y sus espantosos food trucks rebosantes de fritanga. Entiendo que los indígenas de este país nos odien, porque les hemos llevado montones de conciertos de Tom Jones, montones de mercados de pulseras africanas, y no para hacerlos ricos, sino para comerciar con nuestro propio mal gusto.
Los barceloneses cada día nos parecemos más a los decrépitos turistas que pasean por nuestra propia ciudad
El lector podrá aducir que yo mismo, barcelonés de pura cepa y cohabitante del Empordà desde el día en que nací, hace ya cuarenta y seis años, soy corresponsable de este auténtico genocidio. No es verdad; mis hermanos de la tierra saben perfectamente que aquí solo vengo a hacer vida de ermitaño; si me dirijo a su benigna casa, es solo porque me alarga las ganas de vivir y me posibilita pasar días enteros sin que nadie me moleste cuando leo unos tochos de libros absurdamente largos. Como decía antes, aquí solo se sale del hogar cuando resulta imperativo, para aflojar la mosca en los comercios de siempre y saludar a sus espléndidos dependientes; acto seguido, nos largamos y volvemos a la montaña. Fijaos si amo la tierra, que he renunciado a aprender a conducir e, incluso cuando voy a la plaza, fomento la economía local, gastando el patrimonio en la salud de mis queridísimos taxistas.
Todo esto que os cuento, decía, ya es bien sabido; pero cada vuelta de sol al planeta nos trae novedades curiosas. Debo confesar que, desde el último lustro, los barceloneses hemos experimentado una decadencia que resulta más palpable cuando venimos a hacer ver que descansamos fuera de la ciudad. Hace décadas, aquí venía peña bastante espabilada, feliz y con posibles. Pero el desfile de capitalinos que ahora circula por el Empordà es una experiencia que produce arcadas. Todo es pantalón corto, griterío, grosería desatada y gesto endomingado. De hecho, los barceloneses cada día nos parecemos más a los decrépitos turistas que pasean por nuestra propia ciudad y, por mucho que nos duela, repetimos sus usos y costumbres de una forma igual de estúpida, pero aumentada en cutrerío por el hecho de ser más pobres. Aquí, el agosto es un cúmulo de gente que lleva el diario Ara en el sobaco y de influencers de la Corpo que van a Mas Sorrer.
Como todos los años, escribo este mismo artículo con la esperanza de que los convecinos del Empordà nos perdonen esta invasión sin gracia. Por eso, lejos de enojarme, entiendo perfectamente que nos roben y nos torturen el estómago con unos menús de gamba auténticamente repulsivos y que se venguen de nuestra indocta perfidia con unas iniciativas culturales de tono inframental. Antes me indignaba, pero ahora los entiendo y tienen todo mi calor, que dirían los cursis. Estad tranquilos, queridos, que todo esto terminará en menos de cuatro semanas y muy pronto volveremos a llamar plaja a nuestro mar.