Fue mi madre quien me despertó a altas horas de la noche para decirme, a pie de cama: "ya ha muerto". Y yo sabía que aquella muerte no era la de un familiar, sino la de un cabrón que nos había amargado la vida, la mía, desde que nací, y la de mis padres, desde que vieron la luz. Mi padre, en la calle d'en Botella, en el barrio chino. Mi madre, en el pueblo francés de Labruguière. A mis abuelos paternos los habían obligado a exiliarse como perdedores de la guerra dentro de su propia ciudad, y encarcelados en un distrito, el quinto, destinado a los condenados por republicanos. Los abuelos maternos se habían exiliado a Francia y se metieron en la boca del lobo, con la ocupación alemana a punto de convertir la grandeur en cenizas. Y, tan pronto como oí a mi madre decir "ya ha muerto", la acompañé a la sala del piso familiar, situado en la calle Maria Barrientos, y nos sentamos al lado de mi padre, que escuchaba la radio mirándola como si fuera una pantalla de cine. Las noticias no necesitaban imágenes, porque el anuncio de la muerte de aquel asesino, blanqueado después por el franquismo sociológico —un tumor democrático—, se convirtió en un NO-DO particular e intransferible de imágenes que mi padre y mi madre habían acumulado en el baúl de la memoria.
A los nueve años ya eres consciente de las cosas, y mucho más si naces en una familia politizada. Ahora, son tantos los que dicen que participaron en la lucha clandestina que extraña que el franquismo durara cuarenta años. Un fenómeno sobrenatural que solo ha encontrado un paralelismo en el Mayo del 68, y es que no hubo suficientes adoquines para tantos farsantes. Lamentablemente, en casa sí formaron parte del pequeño club de irredentos clandestinos, y digo que lo lamento porque, como niño, las pasé putas pensando que cualquier día se presentaría la policía y se llevaría a uno de mis padres, si no a los dos. Como hijo único, aquello de quedarme en una orfandad por militancia antifranquista se me hacía cuesta arriba, aunque hice una relación casi fraternal con los jóvenes estudiantes buscados por la policía que los padres tenían de vez en cuando escondidos en casa. De uno de ellos, de Miquel Horta, he heredado una profunda amistad con su hijo Jofre.
Esta es la razón por la que, desde pequeño, me obsesioné con convertirme en viajero e irme al extranjero con la familia. Allí, fuera de las fronteras de la maldita España, mis padres y yo estábamos a salvo. Lo que no sabía entonces es que de los viajes que tienen como connotación la huida estás condenado a volver, y la sensación de peligro siguió habitando como un gusano dentro de mi cerebro hasta pasada la veintena. Una vez España acabó formando parte de la Comunidad Europea, los miedos se disiparon y, del miedo, pasé a la estupefacción al comprobar que todos aquellos a quienes había temido y situado en el centro de mis cavilaciones con los años se convirtieron en demócratas de toda la vida. A diferencia de los antifranquistas, condenados a perpetuidad a reinterpretar la escena de La vida de Brian, con Frentes Populares de Judea y otros frentes peleándose entre ellos hasta la inoperancia política, los franquistas hicieron aquello que tan bien les enseñó el tío Paco: estar unidos para seguir teniendo al país bajo el yugo, las flechas y el control del poder legislativo, judicial y ejecutivo. Y cuando no lo tienen, lo parece.
Cuando era niño, recuerdo el aviso de mi padre cuando cogíamos un taxi. "Una vez dentro, no digas nada de lo que hablamos en casa", me decía. Y es que los taxistas de la época podían ser militares o policías retirados que habían sido premiados por los servicios prestados al régimen con la entrega de una licencia de taxi para hacerles la vida más acomodada pasada la sesentena. A otros militares o policías les habían concedido un estanco, un premio mayor.
Así era este país, donde el miedo estaba institucionalizado. Ahora, los demócratas de toda la vida siguen utilizando el fantasma de ETA para demonizar a los enemigos de la conciliación nacional y la unidad de la patria, pero se olvidan de que también hubo un terrorismo de ultraderecha, porque, de eso, en su casa, cuando tenían mi edad, no hablaban. Siendo tan católicos, no estaba bien reconocer el pecado.
Esta derecha, protegida por un poder judicial prevaricador, se ha cansado de la democracia y no se esconde
Esta derecha que está preparada, dispuesta, ansiosa por hacerse con las riendas de este reino, me recuerda a la derecha predemocrática y, por los azares de mi vida, ya no tengo el miedo con el que malvivía cuando temía convertirme en huérfano. Esta derecha, protegida por un poder judicial prevaricador, se ha cansado de la democracia y no se esconde. Los representantes de esta caverna lo negarán, pero, a través de medios afines, han llenado el país de taxistas —metafóricamente hablando— dispuestos a esparcir el miedo hasta que puedan llevar a España a la bancarrota moral.
Y mira que les avisamos, a todos estos que ahora claman por la condena al fiscal general, García Ortiz, cuando hicieron la vista gorda, por acción u omisión, con los juicios sufridos por los miembros del procés. Todo aquello que ahora ven injusto, o una hoja de ruta marcada por un poder judicial dirigido por unos magistrados que cargan, como los toreros, hacia la ultraderecha, entonces lo vieron impoluto y como una victoria ética de la democracia constitucional. Y en parte, de todo esto de García Ortiz, tanto el PSOE como otros representantes de la izquierda política son responsables de ello. Y también lo son una parte importante de los miembros de una intelectualidad, si se les puede considerar intelectuales, que se mofaron de los políticos catalanes y se congratularon de que acabaran en la cárcel gracias a la sentencia de un juicio que ya estaba escrita antes de empezar. Me refiero a Echanove, Sacristán, Maura, Ana Belén, Víctor Manuel, Lindo, Sabina y un largo etcétera de socios del comedero que ahora protestan y se rasgan las vestiduras, pero entonces, callaron por militancia patriótica. Una postura borrega que me recordó la actitud de la casta, que hizo del franquismo una noche tan oscura como longeva. Su adhesión pública al 155 fue el preámbulo de esta España que ahora les desencanta. Se lo tienen bien merecido.
Cuando murió Franco, yo tenía 9 años, pero era tan consciente del momento que vivía que, ahora, 50 años después, no me sorprende nada del país que nos ha tocado vivir.
