En el año 2017, España decidió dejar de hacer política con su conflicto con Catalunya y confiarlo todo a la represión juridicolegal. Ahora, la sentencia del Tribunal Constitucional que avala la ley de amnistía aprobada por el Congreso de los Diputados tampoco cierra el conflicto político, pero sí clausura la represión iniciada entonces (o incluso antes) y lo hace en forma de rectificación: España se ve obligada, mediante la necesidad de nuevas mayorías parlamentarias, a borrar las consecuencias de aquella acción represiva. Por tanto, formalmente, nos encontramos en una suerte de 2017 desprovisto de herramientas represivas, donde la política vuelve a darse una oportunidad. Es decir, la amnistía no resuelve ni de lejos el conflicto, porque el conflicto no va de eso, pero paradójicamente la amnistía es una condición indispensable para poder abordarlo con garantías. No es una resolución, pero sí un punto de partida. No supone una reconciliación, pero sí una rectificación. No resuelve el conflicto, pero hace posible volver a plantearlo en términos políticos, no judiciales.

Durante más de una década, el conflicto catalán ha sido gestionado por el poder judicial, con una clara incapacidad, e incluso una voluntad explícita de reducirlo a una cuestión de desobediencia o sedición, alejándolo de cualquier reconocimiento como conflicto político. El Estado optó por una respuesta autoritaria y punitiva ante el reto soberanista: primero, despreciando los intentos de pacto (como la propuesta de referéndum acordado o la reforma estatutaria), y después, activando una maquinaria judicial que derivó en condenas desproporcionadas, exilios forzados, inhabilitaciones y una represión sistémica.

El 1 de octubre de 2017 marcó el punto culminante de esta dinámica. El intento de implantar la independencia de manera unilateral no salió bien, pero tampoco fue una anécdota. Puso en evidencia las dos debilidades estructurales del conflicto: por una parte, la incapacidad (de facto) para culminar la secesión por parte del independentismo; por otra, la incapacidad del Estado para gestionar el desafío con las herramientas de la democracia. El resultado: una gran grieta en el funcionamiento institucional de España, con vulneraciones de derechos, persecuciones legales y un desprestigio internacional creciente del sistema judicial español.

La amnistía, en este contexto, no es un perdón ni un acto de generosidad. Es una rectificación necesaria del Estado, que reconoce implícitamente que la vía represiva fue un error. Es, además, un gesto de realismo: la alternativa a la amnistía era un nuevo embate unilateral, pero no es aconsejable retomar ese camino una vez hayan desaparecido las barreras judiciales, si no existen todavía las condiciones internas ni internacionales para garantizar su éxito. Mientras tanto, se abre una oportunidad para el diálogo político que España puede aprovechar o desperdiciar. Este diálogo puede protagonizarlo el PSOE o el PP, tanto da, pero los interlocutores catalanes ya no tendrán encima condicionamientos judiciales o represivos.

No es una resolución, pero sí un punto de partida. No supone una reconciliación, pero sí una rectificación. No resuelve el conflicto, pero hace posible volver a plantearlo en términos políticos, no judiciales

La amnistía no resuelve, pero transforma el marco. Permite, por primera vez desde 2017, un cambio de fase: el independentismo ya no tiene que dedicar sus principales esfuerzos a defenderse en los tribunales, ni a buscar mecanismos para proteger a los exiliados. Ahora puede, si quiere y si sabe, volver a pensar políticamente. Y eso implica dos vías: la del diálogo (con iniciativas como la mesa de negociación de Ginebra), y la preparación de una nueva etapa que podría incluir, si no hay avances, el regreso a la unilateralidad, pero desde un marco jurídico e internacional muy distinto.

Ese regreso no puede ser una simple repetición de 2017. Lo vivido debe servir para aprender, para definir mejor las condiciones de viabilidad, las alianzas necesarias y los límites de la acción institucional. Pero la amnistía, con todas sus carencias, facilita que este debate vuelva a ser político. No será fácil, ni rápido, ni exento de tensiones. Pero sí es una oportunidad.

También debe decirse que la amnistía no implica reconciliación, porque no ha habido, por parte del Estado, ningún reconocimiento formal de haberse excedido. Pero su validación por parte del Tribunal Constitucional rompe el relato según el cual todo lo que ocurrió fue una simple cuestión de legalidad vulnerada por una de las partes. La mera existencia de la amnistía desmonta la ficción del delito: si el Estado amnistía, es porque reconoce, al menos tácitamente, que lo que persiguió como crimen era, en el fondo, un conflicto político. Y eso, a ojos del derecho internacional y de la opinión pública europea, no es menor.

La pregunta clave ahora no es si la amnistía cierra el conflicto, sino cómo el independentismo quiere reabrirlo. ¿Lo hará con una propuesta pactada, con un referéndum acordado como horizonte, o volverá a las formas unilaterales? ¿O bien combinando ambos caminos simultáneamente (que es lo que yo propondría)? ¿Lo hará desde la unidad estratégica o desde la fragmentación? ¿Se dejará arrastrar por el desánimo, la frustración, la impaciencia, el cinismo y el purismo? ¿O sabrá aprovechar este nuevo escenario para construir una nueva mayoría política y social en Catalunya que haga inevitable una salida democrática?