Lo más angustiante de algunos mandatos no es tanto su recorrido, ni siquiera sus aciertos o errores, sino la imposibilidad de saber cómo terminarán. Esta imprevisibilidad es variable, evidentemente, pero en algunos casos no poder imaginar el final hace temer lo peor para el presente. Hay momentos en los que la política parece avanzar por inercia, como si ninguno de los actores tuviera del todo claro hacia dónde lleva el guion ni si habrá desenlace, ni cómo, ni cuándo. Vivimos una época de “finales abiertos”, que en literatura pueden ser fascinantes, pero que en política pueden ser el preludio del caos.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Donald Trump. Hace cuatro años, cuando perdió las elecciones frente a Joe Biden, ya demostró que no estaba dispuesto a aceptar un final convencional. Se negó a reconocer la derrota, alimentó teorías conspirativas sobre un supuesto fraude electoral y acabó provocando una insurrección en el Capitolio. Pero eso aún no fue el final: Trump no solo sobrevivió políticamente a aquel episodio, sino que hoy sigue encabezando las encuestas para ser, de nuevo y sin competidor, el candidato republicano a la presidencia. Y más allá de las urnas, queda la gran pregunta: ¿qué pasará si vuelve a perder? O peor aún: ¿qué pasará si gana? Trump no cree en los límites institucionales. Viendo cómo ejerce el poder, su mandato podría terminar en una nueva crisis constitucional o incluso en una erosión terminal de la democracia norteamericana tal y como la hemos conocido hasta ahora. Simplemente, no me lo imagino perdiendo unas elecciones y yéndose a casa pacíficamente. No lo veo. Y, por tanto, no sé qué veo.
Pero no hace falta cruzar el Atlántico para encontrar finales inciertos. Pedro Sánchez, un presidente que se ha definido por su legendaria capacidad de resistencia, se encuentra inmerso en una legislatura con poco oxígeno. Comenzó con una investidura agónica, con alianzas difíciles y concesiones delicadas que le han dejado heridas en varios frentes. Sus socios de investidura están cada vez más desgastados, más enfadados y con escasas contrapartidas tangibles que mostrar. Mientras tanto, el PP, que aspiraba a capitalizar la erosión del Gobierno, también se ha visto arrastrado por el fango: los casos relacionados con el Poder Judicial, las intrigas en torno a la Operación Cataluña y una estrategia que combina el bloqueo institucional con el ruido mediático han debilitado su papel como alternativa sólida. Sin olvidar que, tan ultraderechistas como siguen mostrándose, resulta imposible que ningún catalanista se les acerque ni con un palo.
En este contexto, la legislatura de Sánchez podría terminar de diversas maneras: con una ruptura prematura de la mayoría parlamentaria, con elecciones anticipadas, con una huida hacia adelante o con un intento final de pactar alguna gran operación de Estado. Todo es posible. Pero nada invita a pensar que el final será ordenado, ni que satisfará a ninguno de los bloques ideológicos existentes. Ni que desembocará, como parecía previsto, en una reforma estructural del Estado. Tiene pinta de final dantesco, peligroso y degradante.
Los tiempos caóticos y deprimentes que vivimos parecen diseñados para evitar las conclusiones nítidas
Más cerca, en Cataluña, Salvador Illa representa una incógnita similar. Ha ganado las elecciones, sí, pero no gobierna. Ni para todos, ni para los usuarios de Rodalies o los maestros. Y ahora que podría hacerlo, depende de pactos tan improbables como frágiles. ERC ha asumido el papel de subalterna y al PSC no le ha dado la santa gana de ceder en ámbitos esenciales. El gobierno de Illa debía ser una etapa de estabilización relativa, pero se parece más a una legislatura corta y sin rumbo. Sobredosis de ibuprofeno y de anestesia españolizadora. En este contexto, no descarten volver a votar en pocos meses, coincidiendo con unas elecciones generales, de tan sucursalizado como lo ha dejado todo. De hecho, es la única carta que le queda.
Y, finalmente, hay un final que aún no ha comenzado: el del retorno de Carles Puigdemont. Su discurso en Prats de Molló parece indicar que no tiene ninguna intención de ceder su liderazgo, pero nadie sabe con detalle cómo terminará esta historia. ¿Volverá y se presentará? ¿Volverá y será detenido? ¿Volverá y los tribunales cumplirán la ley, o será inhabilitado con cualquier excusa antes de poder dar un solo paso? En él convergen todas las incertidumbres: las judiciales, las institucionales, las emocionales y las simbólicas. Su retorno puede leerse como una victoria personal, como una catarsis colectiva o como un desenlace a la española, es decir, trágico. La pista de aterrizaje jurídica está bien articulada, y lo estará aún más: ¿habrá, sin embargo, suficiente músculo para una pista de despegue política? No quiero dejarles con retórica en los oídos: mi opinión es que sí, pero que hay que soltar mucho lastre en el independentismo, dentro y fuera de Junts.
A diferencia del teatro o el cine, la política no siempre respeta la regla de los tres actos. Y, a menudo, ni siquiera tiene un acto final. Hay mandatos que se cierran con una victoria clara o con una derrota incontestable. Pero los tiempos caóticos y deprimentes que vivimos parecen diseñados para evitar las conclusiones nítidas. Por tanto, la angustia no es tanto por lo que viene, sino por no saber si lo que viene es realmente un final o solo un nuevo capítulo de una serie interminable. “Pasar página”, decían. Pero cada nueva temporada de la serie parece más retorcida, más parecida a un chicle estirado y con un argumento más tóxico. Hace falta un giro de guion contundente, y hacen falta nuevas esperanzas. Resistir ya no es un argumento suficientemente convincente.