«La piel se le arruga al tubérculo viejo, también con los años nos cuelga el pellejo» es una de las múltiples evidencias que esgrimió La Trinca, en aquel pachanguero hit antievolucionista intitulado «La patata», para demostrar que el ser humano no viene del mono, sino de la patata. Es poco probable que, de niño, a Tom Wolfe le mortificaran, como a los de mi origen y generación, poniéndole una y otra vez el casete del trío de comediantes catalanes durante las excursiones en el autobús escolar, antes de que este vehículo incorporase en las ventanas un propicio martillo para facilitar la infantil huida de emergencia. Con todo, Tom Wolfe, el dandy del traje blanco, que fue célebre por retratar la oscuridad de la sociedad de consumo americana e inglesa en el compendio de reportajes periodísticos La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop (1968), compartía el mismo rechazo a la teoría de Darwin que el grupo formado por Josep Maria Mainat, Toni Cruz i Miquel Àngel Pascual. Aunque en su caso lo defendía muy en serio, y no con afán bufonesco. El libro antecitado, al cual da título una banda juvenil de bombeados surfistas que viven como si se les resultara inconcebible que ninguno de ellos pueda llegar jamás a hacerse viejo, por otro lado, inspiró el himno «La casa de la bomba», la canción más conocida de los Brighton 64, buque insignia del revival mod barcelonés de los ochenta, que este año sopla cuarenta velas sobre los escenarios (reitero: cua-ren-ta) firmando el recopilatorio de éxitos Más de lo mismo (BCore, 2022), y deleitando al personal con un gran concierto en la sala Upload, que tuvo lugar la noche del 22 de abril. El abajo firmante fue testigo del envidiable músculo que conserva la veterana banda, que consiguió que el público olvidásemos el epidérmico destino que, tarde o temprano, nos espera a todo tubérculo. Además, Wolfe guarda cierta conexión, ni que sea patronímica, con las patatas Pringles. Ya lo saben, las del eslogan «Cuando haces pop ya no hay stop». Y de toda esta incontinencia popera me he propuesto hablarles hoy: de La Trinca, Tom Wolfe, las patatas Pringles y la épica juvenil de las batallas entre mods y rockers en las playas de Brighton. También de los banquetes pantagruélicos que, más de un siglo atrás, celebraban otros dandys en los mismos lares.

El gomoso petimetre, al final de sus días, dejó de vestirse, bañarse y afeitarse. Por la noche, en el miserable cuarto de la pensión donde malvivía, el gran dandy arruinado Beau Brummell organizaba simulacros de las grandes cenas que había vivido.

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Tom Wolfe, el dandy de blanco.

Brighton, 1816

Jorge IV del Reino Unido, ha pasado a la historia como un rey obeso (llegó a pesar 127 kg), caprichoso, manirroto, comilón, adicto a dar bailes y cenas, mujeriego compulsivo e hiperbólico en su tendencia a acicalarse. Se presentaba a sus fiestas todo empolvado y con el pelo rizado, vestido de satén rosa, con la chaqueta adornada de abalorios y con el sombrero saturado de lentejuelas. Beau Brummell, el gran dandy a quien se le atribuye la creación del traje moderno de caballero con corbata o pañuelo anudado al cuello, íntimo amigo suyo, trató, en vano, de moderar esta exuberancia. El monarca tuvo la feliz idea de crear un balneario en la playa, y le encargó al arquitecto John Nash la construcción del Brighton Pavilion, creando un palacio playero fantástico de estilo «Indio-gótico», libremente inspirado en el Taj Mahal, con extravagantes interiores «indios» y «chinos». El Salón de banquetes incluía una impresionante mesa donde el rey ofrecía, a sus invitados y cortesanos, ágapes que incluían hasta setenta platos. La Gran Cocina, construida en 1816, fue uno de los primeros aposentos, y se hizo junto al comedor, cosa muy revolucionaria en la época. Se trataba de la cocina más innovadora y moderna de su tiempo, con ventilación, iluminación y agua corriente, y el rey la enseñaba, ufano, a sus invitados. Jorge IV era un admirador de la cocina francesa, por lo cual necesitaba un cocinero que apreciara trabajar en la Gran Cocina y fuera capaz de cocinar los pantagruélicos banquetes que él ofrecía. Contrató al celebérrimo chef Marie-Antoine Carême porque trasladara a su mesa los dictados nutricionales de Antoine Parmentier: el introductor de la patata a la cocina francesa y europea. Padre de la alta cocina francesa y chef al servicio de Talleyrand, uno de los más grandes gastrónomos de la historia, del zar Alejandro I y del barón de Rothschild, Carême ha pasado a la historia de la gastronomía como «cocinero de reyes y rey de los cocineros». Particularmente espectaculares eran sus pasteles, que podían llegar a tener dos metros de altura y más de medio metro de diámetro. Pero Antoine Carême también fue un dandy de los fogones, inventor del almidonado sombrero de cocina y del moderno traje de chef. En cuanto al otro hombre elegante de la corte, Beau Brummell, el rey se cansó de sus insolencias y le retiró el favor. El gomoso petimetre, al final de sus días, dejó de vestirse, bañarse y afeitarse. Por la noche, en el miserable cuarto de la pensión donde malvivía, organizaba simulacros de las grandes cenas que había vivido. Jorge IV, por su parte, murió por cuestiones relacionadas con la obesidad y su hiperbólica afición a la botella.

Beau Brummell, this charming man. Foto: Pinterest
Beau Brummell, this charming man. Foto: Pinterest

Definitivamente, la sustancia más ingerida por los mods en Quadrophenia (y en la vida real) son las anfetaminas. Eso sí, el menú se variado: las hay azules y rojas.

Brighton, 1964

«Sobre la juventud habría que decir cosas más rigurosas y extensas que las que puedan caber en los estrechos límites de un reportaje. [...] Un sociólogo sueco, Gunnar Boalt, se ha dedicado intensamente al estudio de los problemas de la juventud actual. “La juventud —estima— es lo que nosotros hemos querido hacer de ella. Estos chicos incorregibles de que nos hablan los que tienen mentes arcaicas no son sino seres humanos que tratan por todos los medios de encontrar su forma de vida, de encontrarse en sí mismos. Esta juventud alega que vive en un mundo muy diferente del de sus padres y que, por lo tanto, no pueden ser iguales a ellos. Luchan contra los convencionalismos, y la primera manifestación de su rechazo es el atuendo que utilizan.” [...]. Pueden establecerse cinco categorías, atendiendo a la forma de vestir de la juventud, principalmente la inglesa, que es, en este sentido, adelantada de la moda: Mods, Estilistas, Jazzers, Rockers y «beatniks» domingueros.» El fragmento es el extracto de un extenso reportaje publicado por la revista Triunfo en 1965, la misma publicación que un año antes había informado puntualmente a los españoles sobre las batallas campales entre los elegantes mods —los Beau Brummells del siglo XX— y los grasientos rockers que se daban cita en las playas de Inglaterra, primero en Clacton (Essex) y después más al sur: Brighton, Margate, Bournemoth y Broadstairs. Los «estilistas» y los «beatniks domingueros», si no se los inventó la revista, han quedado definitivamente en la papelera de la historia de las subculturas. Los revolcones en la arena entre mods y rockers, en cambio, los volvió a poner de moda la película Quadrophenia (Franc Roddam, 1979. Basada en la ópera rock homónima de los The Who), la influencia de la cual determinó el nombre de la banda barcelonesa, fundada en 1981 por los hermanos Albert y Ricky Gil. Definitivamente, la sustancia más ingerida por los mods en el film (y en la vida real) son las anfetaminas. Eso sí, el menú es variado: las hay azules y rojas. También se incluyen un par de escenas en restaurantes que documentan las costumbres gastronómicas de la juventud inglesa de clase trabajadora: la primera, la de en Jimmy, el mod protagonista, almorzando un pie and mash (empanada de carne de ternera con puré de patatas) con Kevin, un viejo amigo de infancia que se ha hecho rocker, después de bañarse los dos en un baño público; y después, cuando un porrón de jóvenes ataviados con parka verde comen fish and chips en el The Beach Café, un establecimiento de Brighton las puertas del cual continúan abiertas hoy en día. Phil Daniels, el actor de amfetamínica mirada que dio vida a Jimmy, por cierto, aparece también en una comedia británica, más reciente, en el mismo sendero rockero y patatófilo: Rock & Chips (John Sullivan, 2010-11).

Phil Daniels y Pete Townshend en una pie and mash shop durante un descanso al rodaje. Foto: reddit.com
Phil Daniels y Pete Townshend en una pie and mash shop durante un descanso al rodaje. Foto: reddit.com

Cincinnati, 1967

Gene Wolfe fue un escritor de ciencia ficción y fantasía sin más relación con Tom Wolfe (recordemos: el autor de La casa de la bomba) que el compartir apellido, profesión y país de origen. De hecho, sí que tienen otra cosa en común: ninguno de los dos creía en la teoría de Darwin. No es moco de pavo. Mientras Gene profesaba la fe católica, Tom se declaraba ateo (entonces, ¿dónde carajo situaba este hombre el origen de las especies?, se preguntarán ustedes. Para descubrirlo, lean El reino del lenguaje (Anagrama, 2016)). En cualquier caso, hoy no les hablaré de los recomendables libros de Gene Wolfe, sino de su faceta de ingeniero al servicio de la industria patatesca y de su icónico bigote, que no es otro que el que inspiró el logotipo de las patatas (bueno, 42% patatas) Pringles. Antes de dedicarse plenamente a la descripción narrativa de mundos futuros donde magia y ciencia son la misma cosa, Wolfe trabajó en la multinacional, con sede en Cincinnati, Proctor & Gamble como parte del equipo que desarrolló la máquina que permite hacer patatas clónicas y almacenable, una sobre la otra, en un paquete en forma de tubo. El diseñador que dibujó el logotipo se inspiró en él para retratar a Julius Pringels, la mostachuda mascota de la compañía. El director del equipo de ingenieros y legítimo autor del envoltorio de las Pringles, en cambio, se llamaba Fred Baur y dejó de comer patatas para toda la eternidad hace más de diez años. Lo que les diré a continuación puede sonar a leyenda urbana, pero es muy cierto: en su testamento dejó la voluntad de ser incinerado y que sus cenizas fueran depositadas en un bote de Pringles, donde descansa en paz por los siglos de los siglos. O, como decía La Trinca: «In Fecula feculorum. ¡Amén!»