La única cosa buena de perder el tren en las narices es tener la ocasión de comer una tapa de tortilla de patatas deliciósa, siempre que la estación tenga bar, claro está. Transformar el infortunio en una oportunidad, vaya. Me encantaría empezar alguna vez una novela urbana ambientada en Barcelona con esta frase, pero mientras este momento no llega, he decidido escribirla al inicio de este artículo por el simple hecho que la tortilla de patatas más esponjosa que he probado en la vida, con el punto justo de cebolla, la encontré en la cafetería Clot-Aragó de la estación de cercanías homónima una vez que tenía que ir a Hostalric y perdí el tren por pocos minutos. De eso ya hace dos o tres años, pero aquel día, aparte de disfrutar de un inesperado pintxo de categoría, sobre todo perdí la virginidad gastronómica en un tema que me ha causado intriga toda la vida: los bares ubicados en el subsuelo, bajo tierra, lejos de la luz y la joie de vivre mediterránea de una ciudad como Barcelona.

Bar estacio Hoyo
La cafetería Clot-Aragó, un tres estrellas si Michelin se dignara a categorizar bares del subsuelo.

Si Dante en la Comedia dividió el infierno en nueve círculos, los bares ubicados bajo tierra también se podrían dividir en tres tipos: los de estación de tren, los de estación de metro con transbordo de dos líneas y los más enigmáticos de todos, que son los de una estación donde solo pasa una línea. El primer círculo no tiene demasiado misterio, ya que en una estación de ferrocarril donde los trenes puede ser que pasen cada veinte o cuarenta minutos, es lógico tener un bar para matar el tiempo. Ahora bien, cuando la cafetería en cuestión está a una estación de metro con transbordo, las preguntas empiezan a aflorar solas. Durante años hice la conexión de la azul con la amarilla en Verdaguer y siempre que pasaba por delante del bar que había, ahora ya cerrado, me preguntaba si realmente el transbordo era tan largo como para que hubiera gente que decidiera parar a medio cambio de línea para hacer un Aquarius, como si estuviera corriendo el medio maratón. O para hacer una cubata, quien sabe, como si el transbordo fuera un correbars de Festa Mayor. A mí personalmente me parecía increíble y sobrante, pero si el bar estaba lleno cada día, con varios parroquianos haciendo su cortado o su orujo de hierbas fuera la hora que fuera, es porque toda aquella gente tenía algún motivo para no salir a la calle.

Ese es el tema. Hay alguna cosa de vampirismo y nocturnidad suburbial en los bares de metro, especialmente los que están situados en estaciones con una sola línea, como por ejemplo el de la parada de Hospital Clínic o el que hay en la de Horta. A diferencia de lo que pasa en las estaciones de Sagrada Familia, Diagonal, Catalunya o Espanya, donde el cruce de dos líneas, el tráfico de viajeros y la afluencia masiva de turistas ha provocado que en el subsuelo haya cada vez más franquicias como Enrique Tomás, Dunkin' Donuts o Alsur, en las estaciones menos transitadas empieza a peligrar la existencia de los bars-de-metro-de-tota-la-vida. Ya sabéis, tugurios que recuerdan el Bar Manel d'Estació d'enllaç, en los cuales es posible zamparse un lomo con queso, unos callos o una ensaladilla rusa y que, además, históricamente han abierto cada día de sol a sol, por mucho que su principal característica es que estén bajo tierra y sin luz solar. ¿Qué sentido tiene, realmente, parar a un bar que literalmente se encuentra a escasos veinte segundos de dos o tres bares idénticos pero que están en la superficie? Es decir, en la calle. Es decir, en el mundo.

TMB metro
Viajeros haciendo transbordo y dudando si parar a hacer un Bitter Kas entre metro y metro.

Un servidor vive cerca de Hospital Clínic, por eso cada vez que cojo el metro y veo allí a alguien tomando un té, zampándose un bocadillo o incluso haciendo un menú de mediodía, tengo un deseo irrefrenable de parar, hacer una entrevista a los propietarios, interrogar a la clientela y preguntarles por qué prefieren vivir en el subsuelo, como las Tortugas Ninja, que dieciocho peldaños más arriba, donde hay toda una ciudad llena de bares esperándoles. No me acabo parando nunca, sin embargo, seguramente porque a aquella hora de la mañana siempre voy con prisas. Después de muchos meses debatiéndome si hacer o no hacer este artículo, sin embargo, la semana pasada decidí bajar a uno de estos locales ubicados entre la calle y el andén, allí donde el camarero de turno, más que un camarero, sería un Caronte pero sin barca. Me senté en una mesa, me pedí otra tapa de tortilla de patatas como aquella vez en el Clot y encajé, por fin, el rompecabezas del misterio: los bares de metro son lugares donde no hace frío, donde clientes fijos y propietarios son como una familia y donde, sobre todo, no existen las prisas. Son como una placenta maternal llena de paz, podríamos decir, pero con quintos a un euro veinte en vez de líquido amniótico.

Desde aquel día que me miro de otra manera los establecimientos de restauración en el subsuelo que aparentemente no tienen demasiado sentido, pero que en realidad tienen todo el sentido del mundo: hay quien se detiene en ellos para comprar un café para llevar y hay quien compra uno donuts o un cruasán porque se ha levantado tarde y no ha podido desayunar en casa, pero también hay gente, como yo el otro día, que se para allí por el solo hecho de que quizás no escribiré nunca una novela que tenga el mismo inicio que este artículo, pero quería escribir un artículo que tenga un final ligeramente parecido, pero al revés. Si hay bares bajo tierra que funcionan a la inversa del mundo es, precisamente, porque la cosa buena de comer un pintxo de tortilla de patatas delicioso, siempre que esté en un bar que tiene estación, es poder perder el metro y saber que no se te ha escapado nada en las narices, ya que volverá a pasar cuatro minutos más tarde y tú, sin prisas, podrás dedicarte únicamente a disfrutar de la comida. Porque la joie de vivre, a veces, incluso sin la luz del sol, también es eso.