Después del fastuoso A Macbeth Song, un cabaret gótico creado en colaboración con la banda británica The Tiger Lillies, Oriol Broggi y La Perla 29 vuelven a Shakespeare con La tempestat. El director, que inauguró la temporada con Todos pájaros de Wajdi Mouawad, presenta ahora —en el Teatre La Biblioteca hasta el 26 de julio— una obra clave en la trayectoria del bardo inglés, con un epílogo que muchos interpretaron como el anuncio de su retirada. Lo más fascinante de esta obra es la presencia de la magia, entendida como una metáfora del arte de construir ficciones —hechas de sueños—, así como el alcance metateatral de todo ello. Partiendo de la traducción de Jaume Coll Mariné, Broggi ha sabido adaptar la obra con sutileza y hacerla comprensible. Recupera su poética más reconocible, decisivamente marcada por la influencia de Peter Brook, y opta por un escenario bastante desnudo: un erial terroso con piedras, cañas y olivos.
La magia de Pròsper
El argumento gira en torno a Pròsper, antiguo duque de Milán traicionado por su hermano y exiliado en una isla remota con su hija Miranda. Mediante el arte mágico, provoca el naufragio del navío real para atraer a sus enemigos a su territorio de espíritus y fantasía. La obra comienza con la entrada coral de la tripulación, un personaje colectivo que lucha por salvarse. El mago, interpretado por un inmenso Lluís Soler, contempla con gesto sereno, de aparente imperturbabilidad —fruto de años intentando templar la ira—, la tormenta anímica que él mismo ha provocado. Sentado en una humilde piedra, parece un hombre despojado, pero concentrado. Ahora que se acercan los odiosos huéspedes, ha llegado el momento de revelar toda la verdad a su hija —una luminosa Clara de Ramon, llena de un cómico y entrañable candor— y, de paso, al público.
Pròsper, interpretado por un inmenso Lluís Soler, contempla con gesto sereno el temporal anímico que ha desencadenado en sus enemigos
En la magia lo asiste Ariel (Babou Cham), espíritu aéreo manifiestamente benévolo y ávido de libertad. En cierto modo, actúa como actor y asistente de dirección del artífice desterrado, que le ordena traer su cortejo de espíritus para componer una determinada escena, y llega a felicitarlo por saberse de memoria todo el texto de un papel. El extremo opuesto a este factótum invisible y etéreo es el personaje de Calibán, el nativo esclavizado al que Jacob Torres dota de una energía feroz y telúrica. Entre los náufragos que deambulan por la isla entre la vigilia y el sueño, se encuentran el rey de Nápoles (Xavier Ripoll), un noble consejero (Ramon Vila) y el actual duque de Milán (Xavier Boada). Oriol Ruiz Coll y el propio Boada asumirán después el papel de fools —bufón y borracho, respectivamente— en una serie de escenas que podrían ganar en comicidad. Eduard Paredes, en el papel del cándido y enamoradizo príncipe Ferran, se mueve con una gracia casi acrobática.
Un paisaje sonoro y anímico
Más allá de la arena y las piedras, el paisaje ideado por Broggi cuenta con las delicadas proyecciones de Francesc Isern sobre el lejano telón de fondo y con un espacio sonoro que nos acerca el batir de las olas y los gritos de gaviotas. Además, la isla está llena —como dice Calibán— de rumores, sonidos y cancioncillas; de intrigas aéreas y dulces aires que deleitan. Es sobre todo Marc Serra quien se encarga de esta suave música atmosférica —kora, guitarra, voz—, haciendo que el escenario de la nave gótica, utilizado aquí en toda su profundidad y redimensionado por una iluminación —a cargo de Gina Moliné— que juega con lo sobrenatural, reverbere con una dulce cadencia. Cabe decir, sin embargo, que el movimiento actoral presenta, en conjunto, algunas carencias, y la mezcla de estilos o registros interpretativos crea pequeños desequilibrios.
Ese personaje que habla al público es, en el fondo, el autor enmascarado; aquel que, con sus ficciones, ha hecho enloquecer a tantos personajes
"Los espíritus me obedecen y el tiempo avanza recto", dice Pròsper, responsable último de la “contaminación” amorosa entre Miranda y Ferran, «bello encuentro entre dos afectos únicos». Y, de la misma manera que ha orquestado este enamoramiento, hará comparecer ante sí a los intrigantes náufragos para inmovilizarlos con la red del hechizo —"quietos todos porque el hechizo lo ordena"—, hasta que considere que han aprendido la lección y decida devolverles la razón y la libertad. Las palabras del gentil Ariel ablandan al amo, predisponiéndolo a la compasión y la reconciliación. Y el gesto de perdón, que al principio puede parecer vacilante o contrariado, acaba alcanzando una convicción genuina. Se trata de un movimiento anímico que culmina en el epílogo, una petición de indulgencia dirigida al público.
El imponente y reflexivo Pròsper que habla en platea es, en el fondo, el autor camuflado, que con sus ficciones ha hecho enloquecer a tantos personajes. Corrobora esta lectura el hecho de que, en el acto anterior, la mascarada isabelina del original –con dos diosas olímpicas y una mensajera alada– haya sido sustituida por acciones mudas que reconocemos como una especie de síntesis visual del universo shakespeariano: la calavera de Hamlet, los ojos de Gloucester, el cadáver de Cordèlia, venenos y puñales, duelos sin espadas, suicidios de amantes y otras muertes violentas. He ahí la rueda del gran mecanismo, de la cual solo Miranda y Ferran parecen escapar, al menos por ahora. La visión se desvanece y Pròsper renuncia a la magia. Ahora que se encamina al final de la vida, le toca desprenderse de todo: del poder, del conocimiento, de la sed de venganza. La ira se apacigua y un nuevo mundo empieza.