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Capítulo 1: Decálogo de la farsa del sector musica

Capítulo 2: Cuando se té pasa el arroz, ¡en la mierda los principios!

Capítulo 3: El 'statu quo' se el enemigo de las redes sociales: voy a reventar Twitter

Capítulo 4: La polémica vende, el periodismo aburre y la piel se cae con los años

Capítulo 5: ¡Cómo mola ser viral!

Capítulo 6: Funado en redes, puto amo en las zonas VI

Capítulo 7: Molar nubla la vista

Capítulo 8: Ya no somos jóvenes y la vida no es un videoclip de Alizzz
 

El triunfo de los pliegues en la barriga

“Buenos días, cowboy, menuda carita me traes”, atizó Emilio. Ni con gorro de piscina ni con gafas de buceo podía engañar al Clint Eastwood de Sant Martí. 

—¿Ayer saliste hasta tarde? ¿Un jueves, cowboy? A ti te pasa algo más, ¿es por el artículo ese? —me preguntó.

—No. No lo sé —balbuceé.

En qué mal momento había decidido ir a la piscina. Si no me podía tener en pie. No sé ni cómo llegué a casa tras la fiesta. Claudia teletrabajaba y me fui en cuanto desperté. Por la puerta de atrás. Bien, por la puerta (sólo había una). Sentía una vergüenza y un pesar enormes. Había hecho el imbécil. Odio la mierda esa de las películas: no recuerdo qué pasó ayer… Joder que si lo recordaba. Recordaba cada gilipollez que había hecho: leer a los haters, ir a esa mierda de fiesta, sentirme alguien porque Miki Sánchez me había reconocido, creerme cool por pasar una noche intrépida que acabara en beso con una chica a la que hacía años que le había perdí la pista. Qué pringado. Y ahora, aquí estaba, en la piscina municipal, con las chichas de Emilio rebotando mientras me daba toquecitos en el hombro y me preguntaba qué iba mal. 

Recordaba cada gilipollez que había hecho: leer a los haters, ir a esa mierda de fiesta, sentirme alguien porque Miki Sánchez me había reconocido, creerme cool por pasar una noche intrépida que acabara en beso con una chica a la que hacía años que le había perdí la pista. Qué pringado

Tenía una ansiedad, una presión en el pecho tan grande que no me podría sumergir. Esa ansiedad debía flotar de lo descomunal que era.

—Cowboy…

—Soy idiota, Emilio. Soy idiota. Llevo unos días muy idiota. 

—Ha ido demasiado bien ese artículo, ¿no? Me lo dijo mi mujer, que se encontró a Claudia en el Covirán. 

—¿Le dijo que había ido bien?

—Sí, ella decía que todo el mundo lo había leído. Que por fin tenías lo que querías.

Me eché a llorar. Y no lo disimulé con el agua de la piscina. De algo habían servido tantos años de terapia. Las sesiones eran caras, pero te permitían arrancar a llorar ante un jubilado. “Me he equivocado, Emilio. Me voy”, le dije. Salí del agua. De un bote. Le di un abrazo a las pieles de Emilio, que estaban muy frías, y me fui corriendo a casa. 

Todo mejor que volver a los escritos por 45 euros o, todavía peor, a los virales y a los reservados cool de Barcelona

Cuando llegué, Claudia justo había acabado una reunión. Me eché a llorar de nuevo. Qué bien pagada la terapia, leñe. Le conté todo y le pedí perdón mil veces. Me dijo que era idiota. Asentí. Volví a pedirle perdón. Que ya veríamos si me perdonaba. Por lo pronto, les hice una foto a Julio y a ella y la puse en mi perfil de Twitter, y me borré el resto de redes sociales. Todavía no sabía ni usarlas. Y redacté rápidamente un artículo: El triunfo de los pliegues en la barriga. Ni siquiera lo publicaron. “No podemos sacarle un buen titular”, se excusaron. No me importó. Pensé que así era mejor: envejecer lleno de arrugas junto a Claudia, estudiar el máster de profesorado, como Edu. Todo mejor que volver a los escritos por 45 euros o, todavía peor, a los virales y a los reservados cool de Barcelona.