Anteriormente...

Capítulo 1: Decálogo de la farsa del sector musical
 

Me costó mucho entender de qué iba la serie Arròs covat (TV3, 2009), arroz pasado en castellano. Era una historia de dibujitos, muy monos, de Juanjo Sáez, que contaba la historia de un pringao de Barcelona y sus amigos culturetas. Hasta que no cumplí los 30 y estuve igual de perdido que Xavi Masdéu, así se llamaba el personaje protagonista, no pillé de qué hablaba realmente: la vida se pasa y, si te despistas, acabas siendo tu padre. Pero sin hijos, sin pensión, sin piso propio. Y con unas ínfulas que él jamás ha tenido. 

La vida se pasa y, si te despistas, acabas siendo tu padre. Pero sin hijos, sin pensión, sin piso propio. Y con unas ínfulas que él jamás ha tenido

Me pasé cerca de diez años pensando que yo era el más listo de la clase. Que sería freelance, que vendería mis reportajes por todo el mundo, que nunca tendría jefes ni horarios. Los últimos meses, y tras dos ataques de pánico horribles que me llevaron de cabeza al psiquiatra y a casi romper con mi novia. Y lo peor de todo, conmigo mismo. Después, me di cuenta de que estaba siendo el más tonto, que no vendía ni medio artículo, que curraba más que todos mis compañeros de la facultad a los que despreciaba por trabajar para “horribles empresas del capitalismo”: farmacéuticas, automóviles, qué sé yo. Ellos tal vez habían abandonado un sueño. Yo me había abandonado a mí mismo.  

Ellos tal vez habían abandonado un sueño. Yo me había abandonado a mí mismo

Yo no tenía un jefe, tenía treinta. Cada uno de mis redactores, redactores jefe, editores, directores, gestores, etc. por los que me desvivía cada vez que me entraba un correo. “Siempre puede ser el último encargo”. Eso sí lo había heredado, muy a mi pesar, de mi padre: era un acojonado. La universidad, fui el primero de mi familia en pisar una facultad, me hizo idealista, pero al final me acabé entregando como el que más a la autoexplotación. 

Fui el primero de mi familia en pisar una facultad, me hizo idealista, pero al final me acabé entregando como el que más a la autoexplotación

Me levantaba, desayunaba una tostada con pan de semillas, café descafeinado –me daba miedo que un café con leche normal me alterara– y me ponía con los mails y los artículos. Así cada día. Sábados y domingos. Excepto algún finde que tenía que cubrir un concierto o festival, me iba a dormir a las diez mil por 30 euros la crónica y se me pegaban las sábanas. 

Nosotros no teníamos futuro, pero no lo veíamos. Teníamos un ego tan grande que no nos permitía ver que vivíamos mucho peor que nuestros familiares desde la Guerra Civil

Mi novia me advertía: “No seas tonto, deja el trabajo, haz el máster de profesor, como Edu, no le va tan mal… ¡O ponte a escribir y preséntate a concursos! Pero deja los articulines”. Odiaba que dijese articulines. Era como si escupiese a mi obra. Casi hubiese preferido que me escupiese a mí directamente. No iba a ser profesor. Esa no era mi vocación. Y para mi generación la vocación era un mantra más fuerte que el no future de los Sex Pistols que el straight edge politizó. Nosotros no teníamos futuro, pero no lo veíamos. Teníamos un ego tan grande que no nos permitía ver que vivíamos mucho peor que nuestros familiares desde la Guerra Civil. Y encima, muy american dream, creíamos que la oportunidad estaba al caer. 

Dani, cómo andas, ¿todavía escribes sobre música? ¿Te apetecería hacer una columna en verano? Me ha caído el colaborador principal. ¿Probamos una?

Una mañana calurosa, como todas las de julio, en el diminuto ático que compartía con mi novia en el Carmel, me llegó un correo. Era de un antiguo empleador –yo prefería llamarles colegas de profesión, pero eran empleadores– de un periódico nacional: “Dani, cómo andas, ¿todavía escribes sobre música? ¿Te apetecería hacer una columna en verano? Me ha caído el colaborador principal. ¿Probamos una?”.