Miras las aulas de adolescentes y van todos con los aspectos uniformados. Quizá pensaréis que es normal, que es el momento del grupo y eso les reconforta, ese reconocimiento. Ellas: pantalón muy corto, top muy corto, pelo muy largo y raya en medio. Ellos: bermudas caídas y camiseta ajustada. Y hay un rasgo que me tiene cautivada, de ellos: visten mucho de negro. Han desterrado los colores como quien busca empujar lejos de sí mismo la infancia que creen que ya no habitan. Fijaos bien.

Han desterrado los colores como quien busca empujar lejos de sí mismo la infancia que creen que ya no habitan

También son la generación del primerísimo primer plano. Del iluminador en los pómulos y la sonrisa de foto. Existe lo que se llama dismorfia de selfie o de Snapchat, que es básicamente la obsesión por conseguir, a través de tratamientos estéticos, lo que el filtro del móvil hace con nuestro rostro. Si se lo explicara a mi abuela no entendería nada. Hemos visto cómo la medicina estética se ha democratizado. A principios de los 90, las bocas y los pechos de silicona eran algo solo al alcance de las vigilantes de la playa o de alguna presentadora que salía en el Lecturas. Ahora, los reels de Instagram enseñan cómo el novio le da un caldito a la boca a la chica que protagoniza el vídeo: “Acompáñame en mi operación de aumento de pecho”. Los concursantes de La isla de las tentaciones patrocinan clínicas y las clínicas llenan sus posts del antes y el después. Y últimamente, quizá también lo habéis visto, se ha puesto de moda hablar de sus complejos antes de esos retoques. Como si reconocer que no podían soportar tener el labio superior un poco más fino que el inferior los hiciera mejores personas. Que quizá sí. Todo el mundo lo hace y es económicamente accesible hacerlo. ¿Por qué no hacerlo, entonces? Ahí está el triunfo y la perversidad. Una necesidad. Una posibilidad. Una moda. La moda de los labios carnosos, de las narices rectas, de los dientes separados. La de las cejas finas, a principios de los 2000. Y nos las arrancamos con pinzas y cera caliente pensando que el mundo no podría cambiar tanto como para volver a desearlas. Antes de acabar la primera década del siglo XXI, con Cara Delevingne, se pusieron de moda las cejas infinitas.

Tatúeme las líneas de expresión

No es un dato nuevo que la edad de las primeras intervenciones de medicina estética ha bajado peligrosamente. Y decidme si no habéis mirado fotos de jóvenes y os habéis visto tan guapos y habéis pensado: ¿cómo podía gustarme tan poco? De la misma forma, decidme si no os habéis visto mejor, francamente mucho mejor, detrás de ese filtro que te alisa la piel y te armoniza las facciones. La versión óptima de nuestra carita. Por eso el skincare obsesiona a niñas que quizá aún no han visto cómo sus mejillas se llenan de granitos y puntos negros. No existían los filtros, pero de adolescente a veces me iba a dormir pensando que si me salía un grano más en la cara, al día siguiente no iría a clase.

Decidme si no habéis mirado fotos de jóvenes y os habéis visto tan guapos y habéis pensado: ¿cómo podía gustarme tan poco? De la misma forma, ¿decidme si no os habéis visto mejor, francamente mucho mejor, detrás de ese filtro que te alisa la piel y te armoniza las facciones?

No sé cómo explicaros que tengo la sensación de que todo esto nos va a explotar en la cara, una cara inyectada de ácido. No sé qué significa exactamente esta afirmación. Pero me imagino el futuro como un Black Mirror de la medicina estética, de la foto estática, caras recauchutadas y gesto paralizado. Desfigurados por anhelar ese yo precioso detrás de un filtro. Y quizá echaremos de menos los cartílagos de nuestros ancestros, que habremos limado en una forma perfecta. Y querremos volver a los defectos, que entonces serán la perfección porque será la moda. Inyéctame tanto bótox como puedas para devolverme la curvatura de la nariz. Tatúame las líneas de expresión en la frente, hínchame las bolsas de los ojos. A mí, el filtro que más me impacta es el que me envejece. Mi cara de aquí a treinta años. Con los ojos apagados y la sonrisa amarillenta. Soy increíblemente yo.