Ángela Molina siente entusiasmo por su oficio. Pero más allá de su capacidad y del talento para trabajar, lo que más impresiona de ella es cómo afronta cada día, cada nueva situación. Con esa naturalidad tan pasmosa y esa mirada tierna y limpia que brilla como ninguna. La actriz madrileña está llena de luz, llena de vida. Te recibe como si ya la conocieras. No es una mujer proclive a la queja (solo si está justificada, según ella), pero hay algo que la molesta, y claro, lo dice: en la sala del hotel donde se están haciendo las entrevistas, el aire acondicionado está demasiado alto. Se está quedando como un pajarito. Y su preocupación, en ese momento, es solo una: el lunes comienza un nuevo rodaje y no quiere enfermar.
Ya fuera, en el pasillo, mientras deciden qué hacer, aplaude que en Barcelona vivamos tan cerca del mar. Me mira con cara de pícara, como esa niña traviesa que conserva intacta su inocencia. Lo reconoce sin reparos: tiene nostalgia de la infancia. Y sí, la playa es un lugar en el que la imaginamos, paseando libremente mientras el viento moldea esa cabellera tan característica , tan salvaje. Un lugar en el que seguramente se pondría a soñar. Con todo y, a su pesar, también con nada. Ella se define como una soñadora. Si no fuera así, no habría participado en aproximadamente 150 películas. En cualquier parte, ya sea en España o donde la hayan llamado para asumir un papel. A Ángela no le importa viajar; es un modo divino de aprender y conocer gente. Sin embargo, en cuanto puede, se refugia en casa. “Para mí, ahora, viajar es estar en casa. Uno de los placeres más grandes es tener una tarde por delante y no hacer nada. Eso es la bomba”, dice Ángela. Y añade: “Yo soy la madre, soy la abuela y el resto es mi trabajo”. Hace escasos días del apagón general, y ella, tan dada a moverse, esta vez estaba cerca de su casa, en la Plaza de Oriente. “Afortunadamente, el apagón me pilló cerca de casa. Por un momento pensé: qué bonito está Madrid, todo el mundo hablando, a solas, en grupo, como en los viejos tiempos. Se nota que ha llegado la primavera. Y, como soy tan soñadora, de repente cojo el móvil, hablo con mi marido y, sí, veo que aquello no funciona bien. Las tiendas están medio cerradas y sin luz, hasta que me di cuenta de que el apagón era general y, según decían, también en Europa. Ya en casa, estábamos con velas y desconectados del mundo. Solo con los que te rodean”, explica.
Sucediendo y procediendo
La actriz siempre ha hablado de su padre, el cantante Antonio Molina (en esta conversación también lo hace, y con devoción de su hijo Antonio Blakstad Molina, que es músico), desde el amor, el respeto y la pureza. En cuanto puede, saca el tema. Le cuento que una de sus facetas que más fascina a la gente es esa voz tan determinante. Incluso la mutación de la misma: con los años estas se vuelven más rugosas. La suya también ha adquirido otro tono. “Hay genios de la voz en la música, como mi padre, cuya voz considero absolutamente milagrosa y, en cambio, ellos, cuando ese milagro va cambiando, cuando ese privilegio va transformándose con la edad, sí echan de menos poder dar a ese público, de nuevo, ese privilegio. Es aquello a lo que ellos están acostumbrados, en esa especie casi de levitar. Qué belleza es esa. Y a ellos eso les duele. Es diferente a un actor, que como ser humano solamente aplica su voz como algo humano que envejece y no lo sufre. Es que, no sé… depende, depende. Incluso eso se puede vivir bien cuando te dedicas a la canción. Es cantar otros temas, a no ser que seas Frank Sinatra o Julio Iglesias, que tienen siempre la misma voz que te acompaña hasta el final en esa tesitura”, aclara Ángela. En el cine es otra cosa, hay otros códigos. “En el mundo del cine no es necesario pensar en esos términos. Y en el teatro, en función de la acústica del recinto, puede ayudarte más o menos, pero tengas la voz más aguda, más grave, siempre vas a tener que proyectar, siempre vas a tener que atender a la razón de que el otro te escuche. Sea como sea tu voz. O el color de tu voz. Ya que las voces no solo tienen colores, tienen sentimientos, tienen emociones, tienen vida propia. Puedes decir: 'I love you' de mil maneras, de maneras infinitas. Cada uno necesita esto de forma distinta, casi siempre en función de la situación. Esa emoción es la que, sin pensar, te acompaña. Como un beso, que puede ser tierno, cómplice o apasionado. Y es algo que no pedimos, esto surge y sucede”, comenta la actriz. Las canciones de Antonio Molina dibujan situaciones; son el retrato de una época. Por ejemplo, en la película ¿Es el enemigo?, de Gila, suena la melodía de La rosa del penal, con la Guerra Civil y la cárcel como trasfondo. “La música de mi padre forma parte de la memoria colectiva, de los sentimientos que disfrutamos juntos unos con otros. La voz transmite eso, y cuando escuchamos juntos la música, se crea esa unión. Y eso prevalece. Cuánta gente hay que tiene Alzheimer y lo único que recuerda son las canciones. Las sienten y ya están llorando. Porque la música es un lenguaje sobrenatural. Y es igual para todos. Aunque cada uno la percibe de una manera. Seguramente, como la necesitas. O como la buscas también. Y la presientes. De alguna manera, es una compañía que necesitas disfrutar en soledad”, defiende Molina. Para ella, la figura de su padre son recuerdos y, sobre todo, una colección de emociones: la de ir juntos a descubrir cosas; el mundo y su arte. “Mi padre es el arte. Es la emoción, es belleza. Y de él he recibido la conexión con mi propio espíritu y con cómo yo vivo el arte. Me acuerdo de que de niña me sentaba a ver los ensayos en los palcos, me gustaba ir con mi padre. Yo lloraba cuando él cantaba. Y no me lo proponía, pero me hacía llorar de belleza. Y el arte es así. Luego, cuando era muy niña, mi padre me llevó al Musée de l’Orangerie en París a ver a los impresionistas, ya que yo bailaba y tenía postales de las bailarinas, y al ver esos cuadros empecé a llorar. Entonces me cogió mi padre, me miró a la carita y dijo: ‘Hija, te hace llorar la belleza. Qué hermosa eres’. Así, como lo hacía él, tan cariñoso como era. Si él no me hubiera visto llorar, yo no habría descubierto que en esa belleza había tanta emoción. Él me ayudaba a agradecer lo que sentía”, suspira Ángela.
Mi padre es el arte. Es la emoción, es belleza. Y de él he recibido la conexión con mi propio espíritu y con cómo yo vivo el arte
Ángela Molina es una mujer agradecida. Y, por lo visto, muy buena lectora. Tiene palabras bonitas para todos los que la han ayudado en su recorrido de vida y en el artístico. Y a los que no, los obvia. Con estilo y con elegancia. ¿Para qué hacer leña del árbol caído? No vale la pena. Mejor fijarse en las cosas bellas. “La belleza es ser el uno en el otro, que nos manifestemos juntos. Para mí eso es la vida, lo que hace que nos levantemos cada mañana, tirar adelante y decir gracias”, dice la actriz. Trufada de premios y reconocimientos, en 2021 le otorgaron el Goya de Honor. Entre otros, también tiene la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes e incluso, en Italia, en 1986, cuando nadie lo esperaba, le dieron un Premio Donatello. Un honor para alguien que no desfallece y que procura participar en películas que la motiven con nuevos retos. Aparte de The Return, junto a Ralph Fiennes y Juliette Binoche, ha estado en dos películas que tratan el tema de la eutanasia: Polvo serán y El último suspiro. Ella, si es posible, opta por llegar hasta el final, pero defiende esa posibilidad. Con Costa-Gavras, que tiene 93 años, ha vivido una experiencia maravillosa durante el rodaje de El último suspiro. “Costa-Gavras es absolutamente generoso y sigue con ganas de trabajar, porque es la vida. El trabajo no está separado de la vida. Es la manera de vivirla. Y... ¿qué hay más hermoso que vivir la vida? Yo, ciertamente, no sé si estaré trabajando siempre, porque la vida te va guiando y te va diciendo. A lo mejor me retiro dentro de diez años y me voy al campo a cuidar mi huerta y a mis nietos. Quién sabe. No descarto nada. Como dicen los cubanos: lo que sucede, procede”, ríe.
Que Ángela Molina fuese pionera en el cine español al salir a trabajar al extranjero lo motivó, en parte, un revolucionario como Luis Buñuel, con quien participó en Ese oscuro objeto del deseo, con Fernando Rey como compañero. “Buñuel fue quien rompió las fronteras, porque no le hacían falta. Y eso me lo enseñó a mí. ‘Ve a trabajar donde sea’, me decía. Yo he trabajado donde me han necesitado, con gran agradecimiento, devoción e ilusión. Es que la cultura del mundo, del hombre, está unida. El ser humano se necesita estés donde estés, y cuando las culturas te dan sus contrastes, sus colores, sus maneras de ser diferentes, es tan bonito compartir eso, es tan único y tan necesario, que en el fondo eso es el mundo. Porque cada vez el mundo es más mundo en cualquier sociedad. Y compartir esa realidad que nos está consternando un poco a todos, que está haciéndonos darnos cuenta de que necesitamos ese movimiento. Y esto lo es para muchos. O sea, para todos”, admite Ángela.
Generacionalmente me encontré con las personas que eran más propicias en un momento histórico del país. Los que eran más afines a mi propio desarrollo como ser cívico me enseñaron muchísimo, confiaron en mí y yo en ellos
Marcello Mastroianni, a quien en esta edición del BCN Film Fest se le ha dedicado una retrospectiva, también dirigió a este icono de nuestro cine. “Fui su esposa, una cantante de ópera, y él era un general argentino en El ladrón de niños, y lo disfruté con toda mi alma. Fuimos muy felices trabajando juntos. Y es una memoria de gran emoción. Yo lo venero”, recuerda Molina. Aunque trabajó con Pedro Almodóvar (Carne trémula fue la primera; a continuación vino Los abrazos rotos) o Bigas Luna; una etapa que la marcó fue la que vivió junto a Manuel Gutiérrez Aragón, que acabó definiendo su alma y su estilo. Y una presencia femenina fuerte, no tan común por aquel entonces. “Generacionalmente me encontré con las personas que eran más propicias en un momento histórico del país. Los que eran más afines a mi propio desarrollo como ser cívico me enseñaron muchísimo, confiaron en mí y yo en ellos, y Manuel ha hecho un cine de crónica social que es absolutamente mágico. Yo lo echo mucho de menos”, comenta. “Tiene el rostro de una virgen pagana”, le dijo un día Buñuel. Lo hizo para contrarrestar esa fama de pasional. “¿Y qué querrá decir eso? Me parece un imposible. Lo tomo como un piropo de los que él hacía. Era el ser más amoroso que uno pueda imaginar. Me cuidó como si fuera su nieta”, sonríe Ángela. Y como la actriz no puede parar de hacer cosas, en el horizonte tiene más objetivos. “Tengo muchos proyectos. Por ejemplo, ruedo otra vez el lunes. Aunque está todo muy lejos y algunos están en desarrollo. Ya será entrado el año cuando hagamos una película muy hermosa con Andrés Lima que empieza en enero, pero como hay muchas cosas, prefiero ir dándole sentido a cada día. Es esto lo que tenemos; de lo demás, no sabemos nada”.