Un amigo mío, cuando estudiábamos la carrera de Biología, me dijo que su libro preferido era Sinuhé, el egipcio. Una novela clásica del autor finés, Mika Waltari, que yo desconocía —en aquellos momentos, la novela histórica todavía no había hecho su incremento exponencial actual. Me enganchó casi desde la primera página. Todavía lo tengo en casa. En esta novela de ficción, el protagonista, que llegó a ser médico y amigo personal del gran faraón monoteísta Akenatón, cuando cayó en desgracia acabó siendo embalsamador, uno de los trabajos que quizás nos causa un cierto malestar indefinido a la vez que fascinación. Para los egipcios, que creían en el más allá de su cuerpo físico, junto con la conservación de sus bienes personales y la recuperación de las personas cercanas, una buena momificación era la puerta para la vida eterna. Cuanto más poder ejercía y cuanto más rica era la persona muerta, mayor acceso a materiales de embalsamamiento más costosos y efectivos para preservar el cuerpo, evitando su descomposición. Evidentemente, en el ápice de la pirámide de la riqueza estaban el faraón y su familia, pero mucha gente de la corte y otra gente acomodada invertía en poder pagarse un buen entierro y un buen cadáver momificado, junto con un ajuar bien completo, con el fin de poder recuperar su estatus social y acomodado en el mundo de los muertos. La momificación es una parte inherente de la vida social y religiosa del antiguo Egipto.

De siempre, las momias (o restos humanos modificados, como se recomienda mencionarlas actualmente) nos fascinan. Somos tan conscientes que el cuerpo de los organismos —también el nuestro— se degrada después de muerte, que encontrar cuerpos conservados y casi indemnes después de muchos años, provoca sorpresa y reverencia. Hay muchos tratamientos diferentes que evitan la putrefacción y permiten el mantenimiento de la forma corporal y de parte de la materia que conforma un cuerpo. Algunos cuerpos se conservan de forma accidental a causa de las condiciones ambientales, como la congelación o quedar enterrado en ambientes muy secos en que provocan una rápida deshidratación. En 2019, una exposición de mucho éxito en Alemania exhibió al público hasta 50 momias catalogadas de varios museos del país: desde de Ötzi, un humano de hace aproximadamente 5400 años, que se conservó dentro de un glaciar, a momias peruanas —de mujeres con brazos cruzados y las manos apretando los dientes de leche de algún niño— que fueron enterradas en lugares extremadamente secos, donde el cuerpo se deshidrató rápidamente y no permitió el crecimiento de hongos o bacterias degradantes. También momificadas preservando las facciones en un detalle casi aterrador tenemos los restos humanos tirados en turberas, pantanales ricos en materia orgánica que generan la turba, donde el ambiente ácido y sin oxígeno han permitido que se mantenga la piel intacta (aunque los huesos se estropean), como el hombre de Tollund, encontrado en Dinamarca. Los restos de este hombre adulto de unos 30 o 40 años muestran señales de violencia, ya que fue colgado con un cordel de tripa, quizás en un ritual como ofrenda a alguna divinidad de los pantanos, sin embargo, muestra un rostro que transmite serenidad. ¿Quién diría que murió hace 2400 años?

Tollundmannen
Rostro del hombre de Tollund, encontrado flotando en una turbera de Silkeborg, en la península de Jutlandia (Wikimedia commons)

Aunque se han identificado restos humanos momificados de todas las culturas y épocas, nos atraen especialmente las momias egipcias, resultado de creencias religiosas y rituales específicos de embalsamamiento rodeados de un halo de misterio. ¿Qué líquidos, pomadas y ungüentos se utilizaban para embalsamar los cuerpos? Tenemos conocimiento de algunos de los procesos rituales a través de la transcripción de los jeroglíficos y de textos históricos de Herodoto y otros escritores griegos de la época. Hay productos mencionados en estos textos que solo nos permitían saber si se trataba de un aceite o una resina, pero unir el significado de un jeroglífico a la sustancia concreta que menciona era un ejercicio de adivinación, o en el mejor de los casos, de inferencia. Por eso, esta semana, la portada de la revista Nature está dedicada a un hallazgo singular, un taller de embalsamamiento del yacimiento de Saqqara (fechado a 664-525 años a.C.), con docenas de tarros, potitos y boles necesarios en diferentes momentos del proceso de embalsamamiento, que permiten el análisis bioquímico y molecular de la sustancia, que todavía guardan en su interior mediante técnicas muy finas como la cromatografía de gases. La gran relevancia de estos estudios es que los tarros tienen los jeroglíficos concretos que nombran a cada producto, y también indican qué función hacen y a qué parte del cuerpo está dirigida cada una de las sustancias. Fijaos en una de las imágenes que los mismos autores nos adjuntan de los productos que han identificado, con la frase en jeroglíficos con las indicaciones del producto, como "para lavar", o "para hacer su olor más agradable".

Organic
Figura extraída del artículo de Rageot y colaboradores, donde se indica algunos de los tarros y boles aislados en el taller de Saqqara, con los jeroglíficos acompañadores y el tipo de sustancia aislada de su interior (Rageot et al. Nature 614:287-294, 2023)

Es una mirada absolutamente increíble al pasado, ahora podemos conocer la receta de cómo momificar los cuerpos. La cultura egipcia embalsamó a sus muertos durante más de 3000 años, y las técnicas fueron cambiando y refinándose, por modas, incorporando nuevos productos, que muchas veces procedían de lugares muy lejanos, porque Egipto no era un país muy rico en ciertos recursos vegetales con propiedades antisépticas, necesarios para evitar el crecimiento de hongos y bacterias. El proceso de embalsamamiento duraba más de 70 días, en que se tenían que seguir complejos ritos religiosos a la vez que ritos de preservación física, con el fin de convertir al muerto en un ser divino. Se iniciaba el proceso desecador al cuerpo con natrón (la "sal divina" de los egipcios, carbonato sódico decahidratado), seguidamente se procedía a la evisceración (cada víscera era tratada y guardada de forma independiente, y después se untaba el cuerpo con diferentes ungüentos derivados de aceites, grasas y resinas). El procedimiento era conocido a través de textos históricos, pero faltaba el conocimiento bioquímico, al que ahora se ha podido acceder, después de analizar 35 puedes y boles de un total de 121 que fueron recuperados del taller.

Entre las sustancias identificadas encontramos aceites y alquitranes derivados de ciprés, sabina y cedro, betún del Mar Muerto, resinas del árbol del pistacho y grasas animales, como de vacas u otros rumiantes (se puede saber por la diferente composición de grasas muy concretas que solo se encuentran en ciertas proporciones en algunos animales, o en especies de plantas concretas). ¿De dónde procedían estos productos? Los egipcios tenían tratos comerciales con el Oriente Próximo y toda la cuenca del Mediterráneo, donde abundaban estos árboles, pero de forma muy notable, se han identificado dos productos resinosos que proceden de bosques lluviosos tropicales de Asia y África muy lejanos, el dammar y el elemi, que demuestran que la red comercial de los egipcios permitió llegar a lugares mucho aislados del mundo. Al fin y al cabo, lo que demuestra es que los egipcios tenían un amplio conocimiento de las propiedades de diferentes tipos de grasas y resinas de muchas plantas, pero obra nuevas preguntas, como por ejemplo, cómo llegaron a este conocimiento, sobre todo con respecto a los productos que procedían de tierras tan lejanas. Más investigación nos permitirá llegar a nuevas respuestas.