Hace una semana nacieron los primeros catalanes del año y la brasa de la polémica todavía calienta, discreta. Es un campo de batalla perfecto. Derecha e izquierda pueden abalanzarse con ganas e intentar que cada garrotazo sea una definición de la identidad catalana que favorezca su interés. Cualquier argumento es un aliciente para que la conversación siga en marcha y la conclusión parezca cada vez más y más lejana. Es un debate trucado, sin embargo, porque nos enredamos sin la posibilidad de otorgar un documento de identidad que diga: Tú eres catalán. No se trata de ir repartiendo carnés de catalanidad, dicen. Claro que no. Porque no podemos. No somos un Estado y nos vemos obligados a definir la adscripción nacional de los miembros de nuestro colectivo con indicadores que no son absolutos y que, en general, pueden arrancar del vínculo subjetivo que cada uno tiene con la nación y de la posición ideológica que cada uno se otorga en el eje social. Para la extrema derecha, el abanico de indicadores es restringidísimo. Para la extrema izquierda, plantear la existencia de un abanico de indicadores es fascismo.

En un país sin Estado donde la lengua propia es una lengua minorizada, decidir hablarla, a pesar de todo, es una inequívoca declaración de intenciones de pertenecer

De entre todo este debate pegajoso, infinito y adulterado por la condición administrativa de españoles de quienes participamos en él, solo hay un elemento que sirve para aclarar la subjetividad y procurar un principio de clarividencia, un indicador medible, sobre todo para los que no han nacido en Catalunya o, a pesar de haber nacido aquí, son hijos de padres que no lo han hecho: la lengua que escogen hablar habitualmente. Leía este viernes un reportaje en el que Shazra Javed Qureshi, de origen pakistaní y aterrizada en Catalunya con dieciséis años, era la única persona catalanohablante de su escuela de pintura en Mollet del Vallès. De hecho, allí se refieren a ella como "la catalana". En un país sin Estado, donde la lengua propia es una lengua minorizada, donde en muchas ciudades ya no hay que hablarla para vivir allí con normalidad y donde las previsiones lingüísticas son tan nefastas que mi generación ya tiene que sufrir por si los hijos nos hablarán catalán, decidir hablarlo, a pesar de todo, es una inequívoca declaración de intenciones de pertenecer.

Si puedes optar por una lengua con 500 millones de hablantes y escoges hablar una menos funcional lo haces porque quieres que sea la tuya

"Hablar inglés no me convierte en ciudadano del Reino Unido". Claro que no, tarugo. De entrada porque el inglés es la lengua más hablada del mundo y, por lo tanto, el mundo está configurado para que lo aprendas. Si eso es así, no hay ninguna voluntad de pertenecer a ninguna nación en el propósito de mirar las películas de Netflix en inglés. Hablar inglés no te hace ciudadano del Reino Unido, pero para ser ciudadano del Reino Unido, como mínimo, tienes que saber inglés. Este "como mínimo", en Catalunya, hace de denominador común quizás más que en otros lugares, porque puedes optar por una lengua con quinientos millones de hablantes, que te permite comunicarte con la mayoría de gente por todo el Principat, y escoges hablar una menos funcional y lo haces porque quieres que sea la tuya.

Para ser catalán se tiene que querer serlo activamente. Si la catalanidad parte de la voluntad de ser, la lengua es la puerta abierta a la adscripción nacional

No es casual que la lengua siempre sea el primer objetivo a batir del españolismo. Es la más evidente de las condiciones que nos definen como colectivo y que nos diferencian de todo lo que configura el universo castellano. En muchos de los artículos que he leído estos días se citaba "Es catalán todo el mundo que vive y trabaja en Catalunya" y se elidía —intencionadamente o no— la última parte: "y quiere serlo". Estar en el lado numéricamente minoritario del conflicto, capado de la caja de herramientas con la que cuentan los Estados para construir su identidad, nos convierte en el camino difícil. Para ser catalán se tiene que querer serlo activamente, porque la vía fácil es abandonarse a la tendencia ganadora y, desengañémonos, de momento no parece que sea la nuestra. Si la catalanidad parte de la voluntad de ser, la lengua es la puerta abierta a la adscripción nacional.