Mientras el Ministerio de Hacienda celebra sus cifras récord de recaudación —como los 33.878 millones de euros ingresados solo por IRPF en el primer semestre de 2025—, la ciudadanía empieza a preguntarse: ¿a cambio de qué? ¿En qué se traduce este esfuerzo colectivo? ¿Qué servicios se están reforzando? Y la respuesta, cada vez más nítida, es: no hay ningún resultado tangible para quien madruga, trabaja, emprende y cumple con la ley.
El modelo fiscal actual no parece ya una política redistributiva ni un mecanismo de solidaridad social. Se asemeja, más bien, a una dinámica medieval de extracción feudal: los súbditos —ciudadanos, autónomos, profesionales independientes, pymes— entregan una porción creciente de sus rentas a un poder lejano, opaco y ausente. No ven a quién sirve ese dinero, no perciben mejoras y no tienen posibilidad real de exigir contrapartidas.
Según datos de la Agencia Tributaria, en el primer semestre de 2025 el Estado recaudó 123.199 millones de euros, un 9,4% más que en el mismo período de 2024. De esta cifra, más de 33.000 millones provienen del IRPF. Sin embargo, esta "hazaña" se apoya en prácticas que erosionan la equidad: entre ellas, la falta de actualización de los tramos del IRPF conforme a la inflación. Esta técnica, conocida como “progresividad en frío”, hace que los ciudadanos tributen como si fueran más ricos, sin que realmente lo sean.
Entre 2019 y 2023, esta estrategia le permitió al Estado embolsarse 16.700 millones de euros adicionales, especialmente a costa de las clases medias. Lo que debería ser un sistema proporcional, adaptado a las capacidades reales de cada contribuyente, se convierte así en un instrumento opaco de recaudación masiva.
Según la Fundación Civismo, en 2025 los españoles habrán trabajado 228 días —más de siete meses— solo para pagar impuestos. Es decir: el Estado —ese difuso señor feudal— se apropia del esfuerzo productivo de más de medio año de cada ciudadano antes de permitirle disfrutar de sus propios frutos. Y lo más alarmante es que este esfuerzo no se traduce en una mejora tangible del entorno vital.
El transporte público es un ejemplo paradigmático de esta disonancia. En Catalunya, los servicios de Rodalies son un símbolo del abandono estatal: retrasos crónicos, averías diarias, estaciones obsoletas y una gestión que parece diseñada para disuadir al ciudadano de utilizar el tren. Cada incidencia no es solo una molestia: es tiempo perdido, oportunidades truncadas y confianza erosionada.
En paralelo, la alta velocidad se ha convertido en un sistema radial, hiperconcentrado en Madrid, dejando a muchas comunidades —como Galicia, Extremadura o la misma Catalunya— en segundo plano, con unos servicios deficitarios y caros. Se recauda de todos, pero se invierte en unos pocos. ¿Redistribución? ¿Equidad territorial? Lo que se percibe es centralismo e ineficacia.
La misma lógica se extiende a la sanidad pública: listas de espera insoportables, falta de profesionales, centros colapsados y una creciente dependencia de la sanidad privada para obtener una atención digna. Y lo mismo ocurre en educación, donde los recortes han dejado a los centros públicos desbordados y a los docentes sin recursos.
La ciudadanía no se niega a pagar impuestos. Lo que exige es reciprocidad
Ni hablar de la vivienda pública, prácticamente inexistente en gran parte del Estado, mientras los precios del alquiler y la compra siguen disparados. Los ciudadanos, tras pagar más del 50% de su renta en impuestos, deben destinar otro tercio a cubrir necesidades que el Estado debería atender.
¿Qué clase de pacto social es este, en el que el contribuyente lo da todo y recibe tan poco?
El discurso oficial afirma que el incremento recaudatorio es señal de recuperación económica. Pero la realidad muestra una imagen distinta: la desigualdad no disminuye, la pobreza laboral se mantiene y los servicios públicos no mejoran. La percepción ciudadana es que el dinero se disuelve en la maquinaria del Estado, sin control ni dirección estratégica, por mucho que algunos economistas sostengan lo contrario, aquí la cosa va de percepción ciudadana y economía real, no de gráficos.
Y así, como digo, se instala una sensación muy peligrosa: que el sistema fiscal no es más que una forma moderna de servidumbre económica, en la que los recursos de muchos acaban absorbidos por una estructura sin rostro, sin resultados y sin empatía. Un señor feudal invisible, cuya única función parece ser recaudar, recaudar y recaudar.
Este escenario debería ser un serio aviso para el futuro de una Hacienda catalana. Porque si esa hipotética administración tributaria no cuenta con verdadera soberanía normativa, capacidad de reducción de tipos, incentivos propios y una visión adaptada a su realidad económica, no será más que una sucursal pequeña de un sistema grande y fallido.
Una agencia que simplemente recaude sin decidir no es una herramienta de autogobierno, sino una oficina de gestión al servicio de un poder superior —del señor feudal de siempre—. Catalunya no puede conformarse con gestionar los tributos de otros: debe poder decidir cómo se recaudan, cuánto se recauda y, sobre todo, para qué se recauda.
La ciudadanía no se niega a pagar impuestos. Lo que exige es reciprocidad. Quiere ver cómo su esfuerzo se convierte en hospitales que funcionan, trenes que llegan a tiempo, escuelas que educan con dignidad y vivienda accesible para todos. Quiere sentirse parte de un contrato social, no víctima de un régimen impositivo sin rostro.
Reducir la carga fiscal no es egoísmo, es justicia. Porque no se trata solo de cuánto se paga, sino de cómo se gasta, en qué se invierte, y quién se beneficia. Un modelo fiscal justo es aquel que sirve al ciudadano, no aquel que lo exprime.
Mientras esto no ocurra, mientras no haya transparencia, eficacia ni equidad, la relación fiscal seguirá pareciéndose a una servidumbre medieval. Con súbditos que producen, con intermediarios que recaudan y con un “señor” que no aparece nunca… pero que jamás deja de cobrar.