Como profesora de universidad, siempre estoy en contacto con gente joven. En teoría, este contacto nos hace más conscientes de cómo cambia a la sociedad, de cuáles son las actitudes, las modas, los deseos y las proyecciones de vida más prevalentes entre la juventud. También es verdad que nuestra muestra poblacional está sesgada: no toda la juventud opta por cursar estudios universitarios y, si lo hace, no todos escogen estudiar un grado por vocación o porque les guste mucho, sino que puede que lo escojan creyendo que tener aquella formación les abrirá las puertas a un futuro profesional determinado. Estamos justamente en las semanas en las que los estudiantes acaban de recibir la nota de acceso a la universidad (la famosa "sele", de selectividad), y cómo quedan situados dentro de la lista ordenada de grados potenciales por los que muestran interés. Todos vemos en el rostro de nuestros jóvenes una serie de emociones, desde la incertidumbre inicial hasta la alegría, la resignación o también, desgraciadamente, la decepción y frustración, según los resultados de la asignación.

Como mi docencia se desarrolla en grados de ciencias del ámbito "bio" (biología y subáreas, como las ciencias biomédicas o la biotecnología), todas con un alto componente vocacional, las notas de corte son muy altas. Como profesora, me considero privilegiada, tenemos estudiantes de una altísima motivación y la gran mayoría quieren ser científicos y sueñan con encontrar la cura del cáncer, evitar enfermedades genéticas muy graves, salvar las ballenas del peligro de extinción, disminuir el impacto del cambio climático, incrementar la sostenibilidad de las acciones humanas... Nosotros vivimos la ciencia desde nuestro mundo docente e investigador, y proyectamos sobre nuestro alumnado nuestras ideas sobre lo que significa "ser científico". Sin embargo, raramente somos plenamente conscientes de las circunstancias y condicionantes de lo que implica llegar a ser científico, ya sea como estudiante o como profesional; pero a veces, hay situaciones concretas que nos abren los ojos a la realidad, y esta semana he vivido uno de estos momentos de epifanía.

Esta semana he asistido a la Nit de la Biologia, organizada por la Societat Catalana de Biologia, filial del Institut d'Estudis Catalans. El acto, en el que se conceden premios a biólogos y biólogas en diferentes estadios de su formación académica y profesional, se celebra siempre una noche de julio, y es una ocasión para reencontrarnos con compañeras y compañeros de distintos ámbitos. La primera epifanía la tuve al observar a quién se le concedían los premios, y la proporción de géneros. El ámbito de la biología en los estudios universitarios es mayoritariamente femenino, pero ya a partir del doctorado, la proporción de mujeres decae espectacularmente en un goteo continuo. Este hecho es ampliamente conocido y debatido, es lo que denominamos la "brecha de género", pero visualizarlo no deja de ser doloroso. De los premios en investigación dentro del ámbito de la biología que se concedieron, las tres finalistas del premio al mejor trabajo de investigación de bachillerato eran chicas; las tres finalistas del premio al mejor trabajo de fin de grado eran chicas; para el mejor artículo científico derivado de una tesis, ya había dos chicos y una chica, igual que para el premio al mejor investigador joven (doctor que acaba de leer su tesis doctoral). Estos dos últimos premios los ganaron chicos. En fin, es una pequeña muestra, pero el sesgo se repite, más o menos, en cada edición.

Dedicarse a la investigación científica no debería comportar exigencias inasumibles en el ámbito personal, particularmente en relación con la condición de género

La segunda epifanía fue más dura e inesperada, ya que fueron las agridulces palabras de una investigadora muy joven que acababa de recibir el premio al mejor trabajo de fin de grado —pronunciadas en público al agradecer el premio—, más una conversación privada con otra de las finalistas (¡gracias, Mireia y Júlia!), las que hicieron que me cayera la venda de los ojos y que reflexionara un buen rato.

La joven ganadora contó que su sueño siempre había sido el de ser científica, pero que nadie le había dicho nunca que para lograrlo debía tener unos padres con suficiente dinero como para no haber de trabajar para mantenerse. En su caso, el hecho de combinar trabajo con estudios implicó que no les pudiera prestar tanta dedicación como otros y, por lo tanto, que las notas de las asignaturas —aun siendo buenas— no fueran sobresalientes. Eso supuso que, al buscar un grupo de investigación para poder hacer su trabajo de fin de grado, se le cerraran muchas puertas. Es cierto que muchos grupos de investigación prefieren acoger y formar a estudiantes que después puedan quedarse para seguir estudiando un máster y un doctorado y, para ello, hay que ganar una beca, que en su gran mayoría son extremadamente competitivas y dependen de la nota media del grado. La odisea de buscar grupo de investigación acabó dando sus frutos, pero entonces empezaba el contacto real con la investigación. A pesar de encontrar un grupo acogedor, con un tema estimulante y el apoyo de los tutores y de los otros investigadores, se dio cuenta de que la investigación requería todas las horas del día, si querías avanzar. Comenzaba a trabajar en el laboratorio muy temprano por la mañana para acabar tarde y ya empalmar directamente con el trabajo, porque, evidentemente, las necesidades de tener que mantenerse no habían desaparecido ni disminuido. Mireia ha ganado el premio al mejor trabajo de fin de grado, pero no ha podido quedarse aquí, y está cursando el máster en el extranjero, donde seguramente seguirá su camino hacia su sueño, ser científica. Acabó reclamando una universidad pública inclusiva, justa, equitativa y feminista, porque, actualmente, la gente que quiere estudiar, pero tiene que combinarlo con el trabajo, puede encontrarse con las puertas cerradas después de mucho esfuerzo.

La otra finalista estaba feliz ahora, pero esta satisfacción actual contrasta con su sentimiento de decepción y frustración que fue acuñándose mientras cursaba el grado. Excesiva competitividad entre las compañeras, demasiada sensación de no llegar, demasiada exigencia propia y del ambiente universitario. Nunca eres lo bastante buena... Un claro sentimiento de síndrome de la impostora que, por suerte, ha podido ser reconducido mediante una estancia Erasmus para realizar el trabajo de investigación en una universidad británica, donde ya se ha quedado para cursar el máster, puesto que se siente más integrada y cree que sus objetivos están más acorde con su carácter para poder dedicarse a la ciencia.

En resumen, mucho material para pensar y reflexionar. Me quedaría con tres mensajes finales para toda la gente joven, tanto para los que inician su camino o ya están en él, como para los que somos científicos séniores. Siempre hay más de un camino para llegar a un objetivo final, muchas veces nos preocupamos en seguir caminos establecidos o atajos, pero otras opciones también son válidas. Hay que disfrutar del camino escogido y no lamentar oportunidades no exploradas. Tenemos que luchar para hacer una universidad más inclusiva y social, que sin rebajar su valor en la transmisión del conocimiento, no expulse a nadie por razones económicas o de diversidad.

Dedicarse a la investigación científica no debería comportar exigencias inasumibles en el ámbito personal, particularmente en relación con la condición de género. Vamos en esa dirección, pero aún queda trabajo por hacer.