Hace una semana me compré un móvil nuevo, pero ni en el mejor de mis sueños me pensaba que estrenarlo significaría empezar una nueva vida. Mientras lo configuraba, la Google Play Store me sugirió la instalación de las aplicaciones de Instagram, X o TikTok, pero resistí. No era una gesta heroica, sino sencillamente el compromiso discreto de una dieta digital que empecé el 1 de enero. Desde aquel día, con más voluntad que rigor, he intentado limitar Twitter a una hora mientras desayuno, mantenerme virgen de TikTok y reservar Instagram para un breve instante cada viernes; ni más ni menos, sí, que para colgar un story con el enlace de un artículo como este. Siguiendo esta disciplina, en cuatro meses he reducido una hora y media diaria de pantalla, pasando de casi 4 horas a poco más de 2 horas y media por término medio. El problema, sin embargo, es que de esta carretada de minutos, casi 2 horas han seguido siendo patrimonio de la única aplicación a la cual no he sido capaz de renunciar, tampoco, con el móvil nuevo: WhatsApp.
Mi vínculo con WhatsApp, no nos engañemos, hace algunos meses que se podría tildar de 'relación tóxica'. De tanto amarnos, en realidad nos hemos acabado haciendo daño. Lo que antes era una herramienta, con el tiempo se ha convertido en una trampa. La primera medida para frenarlo fue desactivarme las notificaciones, pero cada vez que entraba para responder los mensajes recibidos, caía en un pozo sin fondo en el cual me pasaba diez minutos contestando de manera urgente a cosas que no eran ni siquiera importantes o, también, quizás discutiendo durante media hora en el grupo de amigos de la pachanga de los martes, qué sé yo, si Messi era o no mejor que Lamine Yamal a su edad. Entonces intenté sacarme la foto de perfil, como quien se esconde tras una cortina, pero no asusté a nadie y, en el mejor de los casos, lo único que conseguí es que alguien me recriminara, erróneamente, que lo había bloqueado.
Lo que pasa es que la tiranía de WhatsApp es tan grande, pero tanto, que nos ha hecho creer que aquello que vibra en el bolsillo merece más atención que lo que tenemos en frente. Existimos allí donde tenemos la cabeza, no el cuerpo, pero lo hemos olvidado. Por eso priorizamos las notificaciones del móvil antes que prestar atención al ritmo natural de las cosas, ya sea los ojos de alguien, la floración de los plataneros, un hijo que pide explicaciones o un amigo que se sienta delante de nosotros en un bar después de medio año sin verlo. ¿Por qué le dejaremos de escuchar con el fin de responder 'un mensajito', pues? Porque nos distrae una frase idiota en un grupo absurdo en el cual hablamos más que con nuestra abuela en la residencia, ya que el bienestar digital es, en el fondo, un nombre amable de que describe un malestar emocional. Sí, nos hemos convertido en nómadas de la notificación y en ionquis adictos al ruido, por eso, en la oficina, andamos todo el santo día con el portátil bajo el brazo como si fuera oxígeno para respirar, pero el 90% del tiempo solo lo utilizamos para chatear por WhatsApp Web mientras el compañero del lado expone un proyecto que ni escuchamos.
Nadie se pone a hablar por teléfono en pleno cena, sentado a la mesa con más gente, ni tampoco deja de escucharnos para ponerse a mirar el techo deliberadamente cuando estamos hablando en una reunión, pero, en cambio, hemos aceptado la gravísima falta de respeto y educación que es recibir una notificación o un push, abrir el móvil y destinar la atención a cualquier cosa no esencial mientras delante nuestro, alguien más, nos sigue explicando una cosa a la cual ya no hacemos caso. ¿Recuerdas cómo era la vida antes de decidir que era más importante todo lo que pasa dentro de una pantalla que todo lo que pasa delante de tus ojos? Posiblemente el lunes pasado pensaste en ello, ya que cuando todo se apagó, el mundo no se hundió. Al revés. De repente, oíste durante horas que quizás no es tan importante aquello que siempre consideras vital y te diste cuenta de una verdad incómoda: sin notificaciones, sin mensajes y sin prisas, el 28 de abril de 2025 solo se paró el estrés disfrazado de urgencia.
No tendría que ser necesario que se apague el mundo para disfrutar de un paseo, pasarte la noche haciendo el amor o sencillamente jugar a cartas con tu madre viuda al lado de una vela y un transistor, pero en el siglo XXI preferimos no desconectar el móvil antes que vivir conectados con la vida. Tanto, de hecho, que renunciar a tener WhatsApp, Instagram o Twitter se ha convertido en un privilegio al alcance de muy pocos. No hacer caso de sus notificaciones, o directamente bloquearlas, en cambio, todavía está a nuestro alcance, por eso el martes, cuando todo volvió a ser como siempre, descubrí una función de mi nuevo teléfono llamada 'Sin distracciones' y que me permite bloquear WhatsApp durante todo el día para entrar, si lo quiero, solo durante un minuto cada hora. Desde entonces, cada ciertas horas respondo los mensajes necesarios, vivo más tranquilo y, además, he conseguido reducir el tiempo de pantalla a casi 1 hora y media diaria. ¿Por qué? Sencillamente para vivir mejor, supongo, ya que no sé si del gran apagón habremos aprendido algo, pero sé que al día siguiente, a primera hora, la primera notificación en el móvil nos recordó que la libertad, hoy, es desconectar.