El caso Negreira y un 30% de posesión en el Bernabéu —bueno, y una constructora turca, el patrocinio de Qatar y no sé cuántas cosas más— nos han llevado a aquello tan catalán —si es que hay algo que sea catalán— de la ciclotimia. Y hace días que escuchamos, en público y en privado, y leemos —eso siempre es público, a pesar de los grupos de WhatsApp— un autoflagelamiento que dice que basta ya de la superioridad moral del "més que un club" y del estilo de juego. Que lo del anuncio de un equipo de fútbol que era el centro del mundo fue un ataque de autoestima. Que nos tenemos que quitar la venda de los ojos. Que son —somos— tan vulgares, o no, como el resto de clubes del mundo.

Soy partidario de toda autocrítica, pero también de intentar no perder el mundo de vista. Y de reivindicar los hechos. Y los hechos son, por ejemplo, que si en Can Barça hay una crisis, como la ha habido —o la hay—, no nos salvará ningún chino, ni ningún oligarca ruso, ni ningún jeque con petrodólares. Son los socios los que decidirán si Messi se marcha o se queda. Incluido el propio Messi con su voto. Otra cosa es después nos engañen o que ocurra no sé qué. O que no pueda pensarse en el modelo alemán del 50+1. Pero el caso es que, en eso de la democracia, el Barça sigue siendo más que un club. Que debe mejorar la fiscalización y la competitividad, de acuerdo. Pero es más que un club. Todavía.

Se trata de mantener la autoestima, de no hacer una enmienda a la totalidad, sin dejar de ser críticos. Admitir esta historia con orgullo nada tiene que ver con la superioridad moral

Y los hechos son, sobre todo, que ahora todos los equipos de fútbol del mundo —del mundo— quieren jugar como jugaba ese Barça, sobre todo el de Guardiola, pero no sólo. Y éste es el gran éxito. El gran triunfo de Margaret Thatcher fue Tony Blair. El gran triunfo del Barça es la Bundesliga. O la Premier. Que ahora el Barça, justamente, no esté —todavía— a la altura, es dramático, circunstancial o lo que queráis. Pero los hechos son los hechos.

Una revolución cultural la han hecho muy pocos clubs en el mundo, aunque ahora el Barça sufra su propio invento. Como sufrimos a los cocineros y los restaurantes que quieren ser Ferran Adrià, pero eso no quita que Adrià cambiara la cultura gastronómica del mundo —del mundo—. Se trata de mantener la autoestima, de no hacer una enmienda a la totalidad, sin dejar de ser críticos. Admitir esta historia con orgullo nada tiene que ver con la superioridad moral. Sí, todos los modelos, de club y de juego, son válidos. Pero que existe un modelo futbolístico que ha cambiado la historia, que fue disruptivo, que llevó, por ejemplo, a España a ganar su único Mundial. Y también es verdad, a la vez, que el fútbol total no lo inventó el Barça. Ni siquiera Cruyff. Ni siquiera el Ajax.

Vivimos tiempos de incertidumbre. No llueve, tenemos plagas de todo tipo de bestias, nos da miedo un capítulo final en forma de virus, la inflación nos ha hecho todavía más pobres, tenemos una guerra a las puertas de casa y las taquicárdicas redes sociales no nos ayudan a tener menos ansiedad. Pero si el fútbol también debe ser motivo de depresión colectiva, apaga y vámonos. Menos mal que no parece que este discurso de la ruina moral, económica y deportiva esté en la grada. Aunque esté llena de guiris que sólo quieren una selfie.

Así que no diré que "al loro, que no estamos tan mal", ni buscaré fantasmas en la Liga o en la Central Lechera. Ahora bien, todo esto no quita que, justamente porque el club debe ser democrático, no sea urgente que todos los presidentes salgan a contarnos por qué se gastaron 7 millones de euros en un árbitro. Si no, la imagen no la arregla ni jugar con el logo de Rosalía.