Esta semana hemos visto a Rajoy en el Congreso de los Diputados. Apunta bien, con su admirable dialéctica parlamentaria, al hecho de que que ese tipo de comisiones, en las que se pregunta por eventuales delitos cometidos por el compareciente, son auténticas trampas violadoras del derecho constitucional a no declarar contra sí mismo. De ese modo, puede que lo que haya hecho, negando por tres veces (conocer a Villarejo, la operación “kichen” y la financiación opaca del PP), sea lo único que se le podría pedir a cualquier ciudadano de a pie, haya sido o no durante cuarenta años dirigente de uno de los dos grandes partidos españoles. Pero es que pertenecer a un partido político tiene esas servidumbres, si se espera que la pertenencia vaya acompañada de una cierta lealtad. Al final, es así como esas estructuras, en muchos sistemas políticos, se enquistan y fosilizan, alejándose de su inicial función.

La noción de “casta política” es tan antigua que cuando Moisei Ostrogorski escribió La democracia y los partidos políticos, ya la situación apuntaba una perversa dinámica: en lugar de agruparse en razón de sus muy diversos intereses para así controlar y condicionar a sus representantes, las personas acaban adaptándose, por inercia o por desidia, a unas “agrupaciones fijas”, los partidos, en los que se cultiva tal sentimiento de pertenencia que se impone a su originaria vocación de mejora de la colectividad. Así, decía Ostrogorski, “la noción convencional de partido, al tiempo que adormece el espíritu público que debe velar sobre la ciudad, deprime el poder de intimidación social que es la fuerza suprema de la democracia”. Corría el año 1912.

Nada ha cambiado desde entonces, excepto que los partidos ya solo ostentan la formalidad del poder adquirido; de su esencia, es decir, del verdadero poder, se han apropiado las grandes corporaciones que sí o sí condicionan sus decisiones, las tomasen Tsipras, Rajoy o Trump, las tomen Sánchez, Macron o Biden. Ha desaparecido la canciller Merkel y no habrá cambiado nada, excepto que tal vez no volvamos a escuchar a Nina Hagen. Quizá por ello los partidos se han convertido, sobre todo y de forma creciente, en el refugio de seres que, criados a sus ubres, educados sólo en el sentido de pertenencia y por tanto en el odio al partido adversario, fuera de ellos no podrían seguir respirando.

La regeneración política no será posible desde los partidos concebidos para el siglo XIX, y no existirá mientras las aspiraciones aparentes y las profundas guarden en el ser humano tan abismal distancia

La paradoja del presente, cuando se habla de regeneración democrática como si el término y la necesidad hubiesen nacido literalmente ayer, es que quienes la proponen no difieren de aquellos a quienes aspiran a sustituir, como un vino no es distinto porque haya dejado de rotularse marquesado o viña: ¿ha cambiado su dinámica interna del “dedazo” y los “candidatos oficiales”? ¿Renuncian a los cargos de confianza o representación en los órganos inútiles con los que el sistema político saquea la economía de la clase media? ¿Dudan en ocultar su culebreo ideológico a fin de pescar en el caladero de votos que se tercie, o las fuentes más oscuras de su financiación? Desde Maquiavelo hasta aquí se justifican en una buena causa... la de desalojar del sistema a sus actuales usufructuarios. Como si cambiáramos las sábanas sin preguntarnos nunca por qué se ensucian. La última y sardónica vuelta de tuerca es ver a mujeres elevadas a la peana del cargo ministerial, de la alcaldía o de cualquier entidad subvencionada, presentarse como la solución del problema que ellas mismas representan y para el que sin duda solo son una mayor y peor decepción.

Desde luego la sustitución de unos por otros no es en sí misma garantía alguna de regeneración política, incluso si el partido es internamente democrático, pues ¿en qué afecta eso al noventa y nueve por ciento de la población que no milita en ellos, es decir, a esa mayoría que sigue permaneciendo ajena al control del poder político, base fundamental, como decía Ostrogorski, de una democracia en sentido pleno? El partido político, más o menos democrático, más o menos viejo, es por definición parte del problema.

Sólo los sistemas políticos en los que el partido es instrumental al momento electoral y las campañas son de personas y no de listas, pueden recuperar para los individuos la responsabilidad y por consiguiente el esfuerzo de mantener la participación a lo largo del tiempo y no de forma puntual en torno a una urna. Eso que hoy llamamos pomposamente “sociedad civil” no es tal, son agrupaciones coyunturales de personas en torno a intereses, tal como exigía Ostrogorski, pero si su poder crece, empiezan a sufrir la tentación de entrar en el sistema. La regeneración política no será posible desde los partidos concebidos para el siglo XIX, y no existirá mientras las aspiraciones aparentes y las profundas guarden en el ser humano tan abismal distancia. Mientras tanto, asistiremos a la diversión de enfrentar a Rajoy y Rufián, el registrador de la propiedad que no ejerció y la nada profesional con pulso tuitero. Lo que hay que ver.