Todos los martes por la mañana, antes de escribir un artículo como el que ahora mismo leeréis, me desplomo en el sofá mientras contemplo mi Roomba paseando por el salón de casa. Normalmente, abomino cualquier bum-bum técnico, y aún más si me encuentro en proceso de iluminación y conspiración textual, pero este trasto móvil (a saber, un autómata de la marca iRobot que aspira todos los rincones de la casa, gracias a su timón de infrarrojos) produce un extraño zumbido que me cautiva, aturdiéndome. A mí me la trae al pairo si limpia o no el parquet del piso, porque lo que más valoro de este mi compañero de vida es la parsimoniosa disciplina con la que va trabajando laboriosamente por todas partes, indiferente a mis ojos. De vez en cuando, la Roomba se encalla con una inoportuna silla o un antipático cable y me levanto del diván como si hubieran herido a mi madre.

Dicen que la tecnología que orienta el curso de este androide —inventada a buen seguro por algún científico yanqui del MIT la mar de espabilado que se financió el experimento con la pasta de los militares que matan a críos en Gaza— es capaz de captar información e incluso fotografiar cualquier inmueble. Pero todo esto, que debe de ser bien cierto, son minucias para alguien como servidor, que no tiene ningún problema con que el señor Mark Zuckerberg conozca qué gustos musicales tengo o el número de emoticonos de fuego que envío a las catalanas que se fotografían en bikini. Si mi querida Roomba considera que hay que espiarme, ya sea porque a la CIA le interesa saber qué lee mi tribu o qué marca de calzoncillos utilizamos los catalanes, a por ello. Yo pagaría lo que fuera por tenerla a mi lado, pues el sosiego que me regala supera, y de mucho, el efecto dormilón del Trankimazin.

En el fondo, semejante invención resulta muy parecida al ideal femenino del hombre espantosamente heteropatriarcal que me comanda

Celosa de toda la dicha que me provoca —y, como todas las mujeres, incapaz de amar nada de lo que me haga realmente feliz—, mi costilla siempre dice que esto de la Roomba es una polla en vinagre sin mucho interés; añade que, en el fondo, el aparato no acaba de quitar el polvo y que hacerla pasear por la casa no sirve de una mierda si no limpiamos los márgenes y la estantería de los libros. Quizás tenga razón, pero ya tengo una edad como para no querer sumergirme en discusiones peligrosas. Porque yo amo este aparato de una forma eminentemente sentimental, pero también fruto de una pulsión sexualizante. En el fondo, semejante invención resulta muy parecida al ideal femenino del hombre espantosamente heteropatriarcal que me comanda; la Roomba te limpia los bajos con un contínuum exacto, te excita la dureza del miembro con un fandango medio sórdido y, tras el éxtasis, la apagas sin atreverte siquiera a mirarla de reojo.

Mi querido Roger Taylor, percuta de los Queen, escribió hace mucho tiempo eso de I'm in love with my car. Sin querer enmendar a mis ídolos, me atrevería a decir que la Roomba resulta un hallazgo mucho más benigno que un simple cochazo. Primero y ante todo, porque esta maravilla del ingenio humano radicaliza la idea del Mobilis in mobili de tal modo que uno puede experimentar la sensación de una caminata muy plácida sin tener que andar. Cuando la Roomba ha terminado de limpiar el piso, o lo que cojones haga con el polvo, uno no solo puede tener la conciencia tranquila de no haber contaminado la atmósfera, sino que descarga el polvo acumulado de su evacuador para testimoniar su gracia (algo tan freudiano como examinar los propios excrementos, pero sin mancharse las manos de mierda). Acabada la tarea, el bicho duerme, y solo te exige que lo llenes de energía para volver a trabajar.

El hombre tiene que amar al prójimo, faltaría más, pero también tiene que guardar un rincón de afecto sincero para las máquinas, unos individuos que facilitan el transcurso calmoso de los días y que suelen fallar mucho menos que las personas. Ahora que, gracias a mi amor, puedo andar descalzo por casa sabiendo que los pies no arrastrarán ninguna mota de polvo, finalmente puedo dedicarme a las palabras. Primero amo mi cubil y después escribo. Quién podría imaginar mayor dicha…