El viernes, los usuarios de Telegram recibíamos una alerta, sutil, que nos mostraba un mensaje “anclado” de Pável Dúrov, el fundador de la aplicación, en el día de su cumpleaños.  El texto no es solo el lamento de un empresario tecnológico ruso que cumple 41 años. Es el espejo en el que me reconozco como mujer española de 42, periodista y activista que ha visto cómo las libertades por las que mi generación luchó y por las que nuestros padres lucharon, se erosionan silenciosamente bajo el pretexto de la seguridad y el control.

Cuando Durov escribe “Estoy cumpliendo 41 años, pero no tengo ganas de celebrar” el pasado 9 de octubre, expresa algo que resuena profundamente en quienes hemos dedicado nuestras vidas a defender la libertad de expresión y el derecho a la información. A mis 42 años, entiendo esa sensación de urgencia, esa percepción de que el tiempo se agota para preservar los valores democráticos que creíamos conquistados para siempre. La reflexión de Durov sobre cómo “lo que alguna vez fue la promesa del libre intercambio de información se está convirtiendo en la herramienta definitiva de control”, cobra especial significado cuando una ha experimentado en primera persona los mecanismos de censura y control. Como periodista independiente que ha criticado tanto al establishment político como a los nuevos poderes digitales, he vivido la presión sutil (y no tan sutil) pero constante que ejercen las plataformas tecnológicas y los gobiernos para moldear el discurso público. Lo he vivido durante mi militancia política, desde dentro y fuera de las organizaciones, durante el procés catalán, durante la pandemia, la guerra en Ucrania, la masacre de Palestina, y de manera frecuente en las noticias que abordo. En España es, desgraciadamente, un hecho. Y sucede con gobiernos supuestamente rojos, morados, verdes y azules.

El fundador de Telegram denuncia cómo “Alemania persigue a cualquiera que se atreva a criticar a los funcionarios en Internet, el Reino Unido está encarcelando a miles por sus tuits, y Francia investiga penalmente a líderes tecnológicos que defienden la libertad y la privacidad”. Esta descripción no me resulta ajena. España también ha implementado medidas que, bajo la apariencia de proteger la salud pública, a los menores o combatir la desinformación, limitan efectivamente la libertad de expresión a conveniencia de opacos intereses.

Lo más desgarrador del mensaje de Durov quizás sea su análisis sobre nuestra generación, esa que conformamos los que somos ya adultos, pero nos seguimos sintiendo jóvenes: “Nos han hecho creer que la mayor lucha de nuestra generación es destruir todo lo que nos dejaron nuestros antepasados: la tradición, la privacidad, la soberanía, el libre mercado y la libertad de expresión”. Esta observación es particularmente relevante para quienes, como yo, hemos navegado entre diferentes espacios políticos y hemos visto cómo las narrativas dominantes nos han llevado a cuestionar valores fundamentales en nombre del progreso. Como dice el profesor Thomas Harrington, son tiempos en los que discernir se ha convertido en la tabla de salvación de la democracia, y los de mi generación parecen haber decidido hacerla saltar por los aires. Todo se resuelve con etiquetas, falaces y superficiales, tan falsas como contundentes.

Un empresario tecnológico que construyó una plataforma para preservar la privacidad de las comunicaciones (o eso dice) se convierte en objetivo de investigación precisamente por defender esos principios

La experiencia personal de Durov con las autoridades francesas (su arresto en agosto de 2024 bajo acusaciones que incluían desde complicidad en actividades criminales hasta negativa a cooperar con las autoridades) ilustra perfectamente el punto que plantea. Un empresario tecnológico que construyó una plataforma para preservar la privacidad de las comunicaciones (o eso dice) se convierte en objetivo de investigación precisamente por defender esos principios.

En España hemos sido testigos de cómo el Gobierno impulsa una “legislación más firme frente a los riesgos digitales”, incluyendo medidas como elevar la edad mínima para registrarse en redes sociales y penalizar la creación de contenido sintético. Aunque estas medidas se presentan como protección a los menores, forman parte de un patrón más amplio de control digital que Durov denuncia. La implementación del Reglamento Europeo de Servicios Digitales representa exactamente lo que el fundador de Telegram describe: la transformación de Internet de un espacio de (supuesta) libertad en una herramienta de control. El hecho de que España haya incumplido sus obligaciones en la implementación de esta normativa, no la exime de participar en esta deriva autoritaria que se extiende por toda Europa.

Como mujer que ha transitado por diferentes espacios, entiendo la particular melancolía que expresa Durov. Nuestra generación creció con la promesa de que Internet sería democratizador, que las redes sociales empoderarían las voces marginales y que la tecnología liberaría el acceso a la información. Y en cierto modo, algo así ha sucedido. Pero no principalmente, y desde luego, no parece que pueda continuar siendo así. Hemos visto cómo estas mismas herramientas se han convertido en instrumentos de vigilancia y control. La experiencia de ser mujer en el espacio público digital añade una capa adicional a esta preocupación: hemos luchado por conquistar espacios de opinión y debate, solo para ver cómo los algoritmos y las políticas de moderación pueden silenciar voces críticas bajo el pretexto de combatir el odio o la desinformación.

La angustia de Durov, cuando dice “me estoy quedando sin tiempo. Nosotros nos estamos quedando sin tiempo”, refleja una sensación que compartimos muchos de mi generación. A los 42 años, una tiene la perspectiva suficiente para entender que los cambios sistémicos requieren tiempo, pero también la urgencia de quien ve que las ventanas de oportunidad se cierran rápidamente. La detención del propio Dúrov y las investigaciones abiertas contra él demuestran que esta no es una preocupación abstracta. Los líderes tecnológicos que defienden la privacidad y la libertad de expresión se enfrentan a la persecución real. En España, aunque quizás no llegamos a estos extremos, también hemos visto cómo periodistas y activistas se enfrentan constantemente a presiones legales y económicas cuando sus investigaciones o críticas incomodan a los poderes establecidos.

El mensaje de Durov no es solo una lamentación. Es también un llamamiento a la acción. Su negativa a celebrar su cumpleaños se convierte en un acto de resistencia ciertamente romántico, pero con la potencia de invitarnos a reflexionar, en un recordatorio de que no podemos permitirnos la complacencia mientras las libertades fundamentales se erosionan.

Como periodista española, que ha experimentado tanto el apoyo como la hostilidad del establishment político, reconozco la importancia de mantener espacios independientes de comunicación. Plataformas como Telegram, con todas sus controversias y limitaciones, representan un intento de preservar esos espacios frente a la creciente centralización y control del ecosistema digital. Sigo esperando la eliminación de la ley mordaza, la verdadera pluralidad de ideas fluyendo sin miedo. La denuncia valiente de quienes confían en un Estado de derecho que se dice democrático. Sigo defendiendo la resolución de nuestros conflictos con transparencia, de manera pacífica y constructiva. Y espero que esta sensación sea compartida por muchos, especialmente por los que todavía no han cumplido los cuarenta.