El fiscal ha vuelto a recurrir contra un permiso especial a Jordi Cuixart, basado en el artículo 100.2 del reglamento penitenciario.

Sin entrar en los aspectos más técnicos sobre la naturaleza de los grados en la progresión de la ejecución de la pena privativa de libertad, la Fiscalía construye muy ácidamente sus alegaciones en varias razones.

Sistemáticamente, la primera hace referencia al mandato constitucional de la retribución, la prevención general y la prevención especial del artículo 25 de la Constitución. En segundo término, expone que la oposición al permiso es doctrina, primero, de los fiscales de vigilancia penitenciaria y, después, de la propia FGE. En tercer lugar, argumenta que Cuixart no se ha arrepentido, sino todo lo contrario, mantiene el "lo volveremos a hacer". En cuarto lugar, afirma que no reconoce su comportamiento ilegal. Finalmente, la fiscalía de prisiones manifiesta que no sigue ningún programa rehabilitador.

Para empezar, ninguno de los preceptos mencionados, ni el artículo 25 ni los artículos 1 a 3 de la ley penitenciaria, hacen referencia ni a la retribución ni a la prevención general ni especial bajo estas denominaciones. La retribución y la prevención son categorías doctrinales que el legislador hace bien de no utilizar.

La retribución es una antigualla idealista incompatible con el derecho penal de un estado social y democrático de derecho. Idealista porque el dicho retribucionista de el que la hace la paga no es cierto: con la pena no se paga nada, simplemente ―que no es poco―, se castiga y se castiga infligiendo dolor: la pérdida de derechos. La doctrina más consolidada la considera, sin rodeos, de una mayestática futilidad. Si es así, un estado democrático no puede mantener una institución socialmente inútil. Es necesario, pues, ponerse al día.

La finalidad del sistema penal son la prevención general y la especial. No entraré ahora en una no siempre pacífica discusión académica. Pero enumeremos unos pocos rasgos. La prevención general del derecho penal consiste en impedir (contener, más bien) la delincuencia en unos niveles aceptables. Ciertamente, no se trata de la eliminación de la delincuencia ―tarea imposible―. Tiene muchos detractores: a la vista están los delitos que se cometen, a pesar de la existencia del sistema (códigos, policía, jueces, prisiones...). Cierto es. Imaginemos un mundo, sin embargo, sin normas, sin prevención. No duraríamos ni un día. O sea que no es tan fracaso.

Si la prevención general se fija, por decirlo de manera esquemática, en la sociedad para evitar (contener) los delitos; la prevención especial se fija en quien ya ha delinquido, en el condenado. Tiene, como objetivo, en su mejor versión, impedir que quien ha delinquido una vez vuelva a caer en el delito. Tampoco el éxito es completo, pero las sociedades más modernas y democráticas tienden a reducir la reincidencia y a potenciar la reinserción social, mediante políticas adecuadas para estas finalidades. En este sentido, se puede decir que la única finalidad constitucionalmente explícita es, vista la letra del artículo 25. 2 mencionado, la prevención especial. Por otra parte, la mera existencia del sistema penal habla de la prevención general.

El abierto reconocimiento de los hechos, algo que parece primordial para la Fiscalía, es un atropello de la presunción de inocencia: nadie puede ser obligado a reconocerse culpable de nada

Concretando. Aquí, al hablar de permisos de los condenados, hablamos exclusivamente de prevención especial, de su reintroducción en libertad en la sociedad. Tarea no siempre fácil ni coronada por el éxito, pero es el tema al que se dedica, por lo menos en teoría, la prisión: intentar dar herramientas a los condenados para vivir al margen del delito una vez vuelvan a ser personas libres.

El primer elemento para que una persona pueda volver a vivir al margen del delito es respetarle su dignidad. Por lo tanto, tal como expone la regulación penitenciaria, el tratamiento es científico, individualizado y respetando la dignidad del interno. Por eso, para tener éxito, el tratamiento es voluntario. El tratamiento no se impone nunca.

No se impone por dos motivos fundamentales. Porque la imposición, a la hora de modificar pautas de conducta, suele ser un fracaso, y porque el preso, que también es ciudadano ―algo que se olvida con desesperante frecuencia―, tiene derecho a ver respetada su dignidad en su personalidad, en definitiva, a ser como es. Lo deja bien claro el artículo.

Dejando de lado que no hay programas reeducadores para delitos de sedición y, en general, para condenados por delitos de conciencia, no seguir un programa no es ningún elemento negativo para la valoración del preso. Así, por ejemplo, los artículos 100. 2, 103.3 o 104.3 del reglamento penitenciario no consideran estos elementos como base de los informes que tienen que aportar las diferentes juntas de tratamiento en la evaluación individualizada de los internos.

Por estas mismas razones, contrariamente a lo que pretende el ministerio fiscal, no se exige arrepentimiento ni profesión de fe antidelictiva. Si no se exige para el indulto, ¿cómo se podría llegar a pedir para un permiso penitenciario o una progresión de grado?

Por las mismas razones, el abierto reconocimiento de los hechos, algo que parece primordial para la Fiscalía, es un atropello de la presunción de inocencia: nadie puede ser obligado a reconocerse culpable de nada. Se podría contraargumentar que, si uno quiere un beneficio, tendría que pasar por el aro. Pero eso, según mi opinión, supone renunciar a la presunción de inocencia, va contra uno de los derechos sagrados más fundamentales. Y es más: quien ejerce un derecho fundamental no va contra el orden jurídico establecido.

En otras palabras, como ya sabía el legislador liberal del siglo XIX, ni el arrepentimiento ni el reconocimiento de los hechos pueden ser la llave que abra la puerta a la libertad merecida. En efecto, si vista la vida carcelaria, los pronósticos que hacen los profesionales que integran las juntas de tratamiento, para una vida en libertad y al margen del delito, son positivos para el interno, solo hay que abrir la puerta. Por mucho que diga lo contrario la doctrina de la FGE, que, en cualquier caso, no afecta ―y relativamente― más que a sus funcionarios. A nadie más.

Y si, encima, las condenas que sufren los sentenciados por el procés no tienen ―según amplias capas sociales, políticas y académicas― base legal, y, por lo tanto, son consideradas jurídicamente injustas, recrearse en la petición de la transformación de sus personalidades, al construir, de hecho, una especie de gulag antiindependentista, es inadmisible.

Si, como ha dicho el Tribunal Constitucional, la Constitución española no es militante, la Fiscalía parece ser de la opinión contraria: o renuncias al independentismo o te quedas en chirona hasta el último día de la condena.