En la retórica grandilocuente y kitsch del franquismo, todos los sustantivos tenían que adornarse con algún elemento que los cualificara. Una conspiración contra el régimen parecía poca cosa si no se precisaba que era nada menos que judeomasónica y comunista (judíos, masones y comunistas en la misma conjura, menuda mezcolanza). Las adhesiones, para no resultar sospechosas debían ser inquebrantables; el caudillo, faltaría más, murió “invicto”; y las sequías siempre eran pertinaces con independencia de su duración. Tan repetitivo se hizo el recurso que en la práctica funcionaba como un solo vocablo: los locutores del NO-DO recitaban rutinariamente “lapertinazsequía” o “la inquebrantableadhesión”, sin respirar.

Esta sequía que ahora padecemos es algo más que pertinaz: es crónica. Viviremos en sequía ya para siempre, y las lluvias serán alivios ocasionales. Sólo nos falta querer entenderlo y actuar en consecuencia.

Las dos cosas que más cambian el mundo y la vida de los humanos entre el siglo XX y el XXI son la Red y el cambio climático. De lo primero parece que nos hemos enterado y hemos cambiado nuestra forma de producir, de trabajar, de comprar y vender, de crear y destruir, de aprender y desaprender, de relacionarnos. Incluso nuestra forma de hacernos la guerra. El tránsito de la sociedad industrial a la cibernética transforma el mundo con la misma o más profundidad que el paso de la economía agraria a la industrial.

De lo segundo, el cambio climático, nos resistimos a enterarnos. Cualquier excusa es buena para despejar el balón hacia delante, y una de las más efectivas es lamentarse con lágrimas de cocodrilo por la suerte que les espera a las próximas generaciones.

Pero más nos vale hacernos a la idea de que esto que está pasando, como se dice ahora, ha llegado para quedarse. Lo que tenemos por delante está escrito: veranos largos e inviernos cortos (sin apenas primaveras ni otoños), fenómenos climatológicos extremos, catástrofes naturales redundantes, escasez de agua y envenenamiento del aire.

¿Cuántas cosechas tienen que arruinarse y cuántas especies zoológicas han de desaparecer para que asumamos esta realidad? 

No se trata ya tanto de invertir para frenar el calentamiento global y retrasar los efectos del cambio climático, sino de reorganizarlo todo para convivir con él, porque el monstruo ya forma parte de nuestra existencia. Se trata de gestionar lo mejor posible la fase final de la vida conocida en el planeta Tierra, una vez que sus habitantes hemos logrado acortarla drásticamente. 

Toca imaginar nuevos modelos productivos que se adapten a la circunstancia. Es imposible seguir planificando las políticas agrarias, ganaderas y pesqueras (por no hablar del turismo) sobre los patrones climáticos del pasado. ¿Cuántas cosechas tienen que arruinarse y cuántas especies zoológicas han de desaparecer para que asumamos esta realidad? 

Tendremos que modificar nuestros hábitos de vida cotidiana, tanto de trabajo como de ocio. Y por supuesto, es obligatorio rediseñar de arriba abajo nuestras ciudades. El urbanismo del siglo XX se ha convertido en una antigualla inútil, y el problema es que no tenemos ni noción de cómo alumbrar un urbanismo del siglo XXI y llevarlo a la práctica sin que los votantes nos señalen la puerta de la calle.

¿Quién es el valiente que se presenta a unas elecciones municipales diciendo que desplazarse en coche por dentro de una ciudad es una práctica arcaica y antisocial? ¿Quién explica en una campaña que el agua es definitivamente un producto caro y escaso cuyo uso debe ser racionado y supeditado al interés general? ¿Qué gobernante convence a empresarios y sindicatos de que los actuales horarios y métodos de trabajo —especialmente de aquellos que se realizan al aire libre— no son sostenibles en circunstancias meteorológicas extremas?

Sí, la sequía es ya crónica. Y sucede en un país que siempre ha carecido de una política hídrica merecedora de tal nombre y sostenida en el tiempo

Los gobiernos municipales populistas han encontrado el recurso de aparentar que se dan por enterados del problema y a la vez eludir las soluciones de fondo mediante iniciativas superficiales destinadas únicamente a armar polvareda mediática.

En Madrid se ha armado una escandalera porque la alcaldesa quiere que durante las navidades los peatones de dos pequeñas calles comerciales próximas entre sí caminen en una sola dirección para reducir las aglomeraciones. Una solución arbitrista, muy propia de ese gobierno municipal. Con el pintoresco debate que a todos apasiona, nadie recuerda a la señora Carmena que en el subsuelo de esas mismas calles hay una gigantesca epidemia de ratas. Que en esas mismas calles, junto con los viandantes acuden los carteristas a los que nadie importuna. Y que estamos casi en diciembre, carajo, y las hojas aún no han caído de los árboles.

Sí, la sequía es ya crónica. Y sucede en un país que siempre ha carecido de una política hídrica merecedora de tal nombre y sostenida en el tiempo. Franco se dedicó a construir pantanos por doquier. Llegó la democracia y con ella la época de los trasvases, que con frecuencia provocaron verdaderas guerras políticas entre territorios. Zapatero se embarcó en la aventura de las desaladoras, que ahí están, muertas de risa, tras haber enterrado en ellas una pila de millones. Y la penúltima moda son las depuradoras, que nadie sabe muy bien en qué consisten y si alguna vez servirán de algo.

Al final de la historia, nos vemos como cuando éramos pequeños: que llueva, que llueva, la virgen de la cueva.

Sí, un día de estos finalmente lloverá. Y como tantas veces, daremos por cerrado este desagradable episodio de la pertinaz sequía y regresaremos a lo de siempre. Porque aún más pertinaz que la sequía es la ceguera.