Este jueves, Nació Digital publicaba: "en Catalunya, el 15% de las mujeres en edad de trabajar no tienen un trabajo pagado ni lo buscan porque se ocupan de cuidar el hogar". Entre los hombres, el porcentaje es solo del 2%. Estos datos son representativos de unos patrones que el tiempo ha ido limando, pero no ponen luz sobre por qué, todavía hoy, el reparto de tareas domésticas es fuente de discusiones y de conflicto. De hecho, en estos casos minoritarios —a pesar de que mucho más numerosos en el caso de las mujeres— es posible que, de conflicto con respecto al reparto de tareas, no haya mucho. Escribiré desde la perspectiva de las parejas heterosexuales, porque es la que conozco. Y porque hace cosa de un mes se viralizó en las redes sociales un vídeo en que una madre de familia explicaba por qué había dejado a su marido. "El lenguaje del amor de las mujeres es no tener que pedir las cosas", explicaba en referencia al cuidado de los hijos y el mantenimiento de la casa. De las parejas que me rodean y de lo que me he tomado la molestia de leer, parece que se desprende una especie de litigio irreconciliable: ahora que muchas de las mujeres trabajan y que los hombres, poco a poco, van entendiendo que la casa y los hijos piden un esfuerzo compartido, las mujeres esperamos que los hombres, telepáticamente, se hagan cargo de tareas en las que ni siquiera han pensado. Y los hombres, a su vez, no piensan en ello porque todavía han vivido en hogares en que, si ellos no hacían nada, detrás venía una mujer —su madre, normalmente— y lo hacía por ellos.
En el fondo de este lío hay patrones que vienen de lejos. En el caso de las mujeres, la manera como asumimos las tareas es una proyección más de la exigencia interiorizada con la que nos movemos por el mundo. De alguna manera u otra, a lo largo de nuestras vidas, hemos recibido el mensaje de que nuestro valor social equivale a lo próximas que estamos de una idea de perfección creada por hombres. A lo cerca que estamos de ser una "buena" mujer. No quiero dar a entender que para los hombres eso no es así: todos nos sentimos presionados, en algún ámbito o momento de nuestra vida, a estar a la altura de unas exigencias que vienen de fuera y acabamos asumimos como propias. En el caso de las mujeres, sin embargo, esta voluntad de estar a la altura se manifiesta en todos los ámbitos de nuestra vida y no desaparece ni cuando las expectativas y la idea de perfección se giran contra nosotras mismas y generan culpa. Es una tendencia que se evidencia sobre todo en la manera en que tratamos nuestro cuerpo. O con la exigencia académica, por ejemplo. Pero, cuando nos hacemos mayores y vivimos en pareja, esta tendencia también se evidencia en cómo tratamos nuestra casa y, en consecuencia, nuestra familia.
Todas —o muchas— hemos visto nuestras abuelas —o nuestras madres— atadas a la fregona y a la escoba, encerradas en la cocina en fechas señaladas, doblando ropa mientras miraban la tele —que se suponía que era su momento de descanso. En un momento histórico determinado —muy largo, desgraciadamente—, dado que el papel social de la mujer era únicamente el del mantenimiento del hogar y el cuidado de los hijos, esta exigencia infligida y autoinfligida se manifestaba sobre todo en casa. El valor social de una mujer dependía de lo solvente que era en las tareas domésticas, incluyendo a los hijos. Los tiempos han cambiado, más o menos, y muchas mujeres trabajamos y hemos tenido que empezar a moderar la exigencia. Sin embargo, es una exigencia que todavía está ahí. Yo misma he fregado pensando: mi madre lo deja todo más limpio. Son unas expectativas que todavía están en la cabeza de muchas mujeres, educadas por madres y abuelas que no pudieron deshacerse de todo ello. O que incluso lo convirtieron en su bandera, buscando una forma de hacerse valer en una sociedad que no les reconocía el trabajo. Y educadas por padres y abuelos a los que todo este sistema les iba de perlas, claro.
En Soc preciosa, Glòria Gil escribe que "a veces nos complicamos la vida porque queremos tener una casa de revista. Creemos que, si está impecable, quiere decir que nosotras también. (...) Todo esto está muy bien si no nos roba la paz interior". La autoexigencia no se ha ido del todo, y ahora nos encontramos con hombres que no es que no estén a la altura de las expectativas bajo las cuales nos hemos criado, es que todavía están aprendiendo a pensar que hay cosas que son también su responsabilidad. Este patrón de perfección en el que nosotras no somos nunca suficiente —suficientemente guapas, suficientemente listas, suficientemente delgadas, suficientemente buenas madres, suficientemente exitosas— lo proyectamos sobre ellos cuando se trata del hogar. Así, nunca estamos suficientemente satisfechas, ni somos capaces de ver que hay tareas que sí ya han asumido como propias. Escribo sobre tareas domésticas y no sobre el cuidado de familiares dependientes, porque me parece que esto es harina de otro costal.
Muchas mujeres todavía sienten que dan el 200% y bastantes hombres dan el mínimo de ellos mismos
"El lenguaje del amor de las mujeres es no tener que pedir las cosas" es la sentencia perfecta para resumir que nuestro patrón de autoexigencia tiene su equivalente masculino en un patrón de autoindulgencia heredado. Que si bien es cierto que es injusto reclamarles estar a la altura de una idea de perfección que el entorno cultural ha hecho que no asumieran como propia, o que no hicieran de ella un equivalente de su valor social como hombres, también es cierto que, tras esta excusa —“no tengo telepatía”—, el estereotipo de hombre heterosexual de hoy que convive con su pareja a veces todavía se niega a hacer el esfuerzo. Cuando escribo el esfuerzo, quiero decir el esfuerzo de anticiparse, de no esperarse a ver qué le pide que haga su mujer, de pensar que el hogar es tanto suyo como de la otra, y que lo que él no haga, le tocará hacerlo a ella. En Soc preciosa, Glòria Gil también escribe que "el reparto de las tareas de la casa no es al cincuenta por ciento: estamos llamados a dar nuestro cien por cien". Y yo diría que el conflicto final, la diferencia en la mirada, radica en el hecho de que muchas mujeres todavía sienten que dan el 200% y bastantes hombres dan el mínimo de ellos mismos. Y esperan que les den las gracias. Tras este desequilibrio leemos un menosprecio que se traduce en un litigio sentimental, porque el otro no se está haciendo responsable de lo que tenemos en común.
Mi experiencia es que, de los cinco lenguajes del amor de Gary Chapman, los hombres heterosexuales se sienten especialmente cómodos expresándose desde los actos de servicio. La participación y responsabilidad en el hogar desde un plan de entrega mutua, pues, no tendría que ser una cosa contranatural, ni una deconstrucción abstracta: ya forma parte de aquello que son. Quizás lo que les hace falta, precisamente, es reencontrarse con lo que son después de años de una división salomónica —inservible por la entrada de la mujer al mercado laboral— entre lo que corresponde a la mujer y lo que corresponde al hombre. Y las mujeres, con eso, podemos liberarnos de una autoexigencia vivida en silencio y abrazar la nueva responsabilidad vivida en común, porque eso es lo que se hace en una casa: vivir en ella. Escribe Gil que "para vivir en una casa hay que transitar en ella y que esté limpia, de acuerdo. Pero también hay que utilizar todas sus posibilidades y, esto, implica muchas veces tolerar un cierto desorden". Nuestra casa no es un museo. Entre nuestra autoexigencia y su comodísima autoindulgencia sistémica, está el punto medio: la responsabilidad y la buena convivencia.