Siguiendo la prensa de papel y las radios oficiales parece fácil adivinar que la principal preocupación del Estado en Catalunya es evitar que el independentismo supere el 50 por ciento de los votos, en cualquiera de las elecciones que vienen. A pesar de la decepción de los electores y las proclamas abstencionistas que se publican en Twitter, el Puente Aéreo sabe que España no ha salido de la zona de peligro. 

La Vanguardia hace días que insiste, a través de varios articulistas, que si los partidarios de una Catalunya independiente llegaran al 65 por ciento, la fractura entre Barcelona y Madrid sería casi inevitable. Como de costumbre, la cifra es arbitraria. El objetivo es borrar de la cabeza de los electores el porcentaje que sirvió para intentar dar aire al liderazgo de Artur Mas, después del plebiscito autonomista de 2015.

Mientras CiU tuvo fuerzas, bastaba repetir la cantilena de que los partidarios de la independencia no superaban el 50 por ciento, para combatir el derecho a la autodeterminación. Desde que los votantes forzaron el referéndum del 1 de octubre se han roto tantos espejitos que, hace unos días, Miquel Iceta se inventó una cifra más alta para parecer menos facha que Álvarez de Toledo, marquesa de Casafuerte. Si la hoja de ruta falla y el PSOE no se impone en Catalunya, vendrán años difíciles para el estado español.

A pesar de que las declaraciones de Iceta fueron recibidas con indignación por las cabeceras madrileñas, no fueron fruto de ningún resbalón. Mientras Sánchez no sea investido, el PSOE necesita dar aire a ERC y PDeCAT y marcar distancias con Ciutadanos y el PP. La idea que la independencia necesita un 65 por ciento es ideal para los partidos de la Generalitat, que hablan de hacer república con el mismo entusiasmo que CiU cuando hablaba de hacer país, en los buenos tiempos del pujolismo.

España mira de llevar a los catalanes al escenario de miedos y prejuicios que permitió aprobar la Constitución de 1978 por una amplia mayoría. Aunque Iceta diga que no habrá referéndum, todo hace pensar que las cúpulas de los partidos procesistas y el PSOE trabajan con la posibilidad de convocar uno de tres preguntas. Si Franco tuvo que hacer un referéndum, después de la Guerra Civil, es absurdo pensar que la democracia española podrá estabilizarse sin volver a pasar por las urnas.

Ahora mismo, en el Ayuntamiento de Barcelona, solo hay 12 regidores que la justicia española no consideraría insurrectos, y podríamos restar alguno del PSC que se calla para sobrevivir. En el Parlament la proporción de insurrectos potenciales es menor, pero Ciudadanos y el PP han quedado tan devastados por la demagogia como los partidos procesistas y todavía faltan las sentencias. La idea de una Catalunya independiente está tan instalada en la cabeza de los catalanes como hace una década lo estaba la idea de que la Transición había sido un éxito.

Con el Valle de los Caídos en proceso de demolición y el ejército español integrado en la OTAN, los catalanes tienen menos incentivos para volver al ruedo autonómico que hace cuarenta años. El imaginario antifranquista ha quedado en manos de los Comuns, que participaron en el 1 de octubre, y el PSC lo tiene difícil para recuperar la centralidad política. Hace 100 años, los amos de la finca se habrían puesto de acuerdo con el rey para apoyar a un dictador tipo Primo de Rivera, pero la democracia pide más ingenio y gesticulación. 

Tolstoi describe en el epílogo de Guerra y Paz el fondo inabarcable de los cambios históricos y el papel de títeres que hacen los hombres que intentan dominarlos. Muchos electores están frustrados porque no pueden votar a Rufián o a Míriam Nogueras con la tranquilidad de conciencia que hace unos años votaban a Puigcercós o a Duran i Lleida. En la superficie parece que nada haya cambiado, pero el equilibrio de miedos y expectativas que mueve la política española es muy diferente. 

Como cuenta Xavier Bru de Sala en su libro Barcelonins, los conflictos entre Catalunya y España se suelen resolver en dos tiempos. Mientras Madrid se radicaliza y el Puente Aéreo busca fórmulas para dominar y manipular las masas, el independentismo se afana en sustituir sus líderes. A pesar de que en algún momento pueda parecer que la oleada independentista va de baja, solo se retira para levantar una de nueva, seguramente más alta, si bien no a la fuerza más efectiva. 

El final del segundo choque con España dependerá más de cómo evolucionen Europa y Catalunya, que no de la genialidad de los que intentan construir otra paz hecha de miedo y de censura. Con los partidos de la Generalitat secuestrados por la represión, el abismo entre lectura de los resultados electorales y su significado cada vez será más insalvable. Si el movimiento de las Primàries no hace un buen agujero para volver a poner un poco de verdad democrática a la tensión con España, Catalunya se volverá a hundir en un descalabro histórico.