La muerte de Macià Alavedra, el domingo de madrugada, ha generado el torrente habitual de periodismo morboso y resentido que la prensa vomita, siempre que puede, contra los referentes susceptibles de elevar a la nación catalana. En las sociedades libres los hombres se juzgan por sus hitos y virtudes. En los países envilecidos por el miedo y la represión, el moralismo se utiliza como una navaja para igualar a todo el mundo por debajo y disimular el precio de las derrotas.

El conseller de la Generalitat más brillante que ha dado el autonomismo, el más inteligente y culto, seguramente el único que tenía una idea de Catalunya capaz de trascender el imaginario del 78, el único que habría podido lucir en el Consejo de Ministros de cualquier imperio o país civilizado, ha pasado al más allá entre titulares de panfleto anarquista, perfectos para alimentar la cursilería y el autoodio. Como dijo Pompeu Gener, si Edison hubiera nacido en Barcelona, habría acabado con un embudo en la cabeza.

La vida de Alavedra es ideal para ver hasta qué punto el autonomismo es un sistema pensado para hacer sentir sucios e impotentes a los catalanes vertebrados por la historia. Nacido en 1934, el artífice del pacto del Majèstic no separó nunca las ambiciones personales de su condición de catalán. A pesar de saber el riesgo que corría, en vez de refugiarse en la superioridad moral o de explicar cuentos chinos cosmopolitas, intentó vivir igual que los mejores políticos españoles de su época.

El súper conseller de Jordi Pujol formó parte de un grupo de políticos catalanes que intentaron crear un núcleo de poder en Barcelona capaz de resistir las ansias de las élites españolas que González y Aznar iban engordando con la fuerza del Estado y el prestigio de la democracia. Alavedra era autonomista, pero sabía cómo funciona el poder y no se engañaba. A pesar de que le tocó bailar a menudo con la más fea, nunca se hizo el cojo ni el mártir para justificarse. 

Yo no he conocido a ningún otro político catalán que diera tanta hondura a la sensibilidad del país a través del gesto, de la conversación y las ideas. Su determinación casi visceral a no dejar que la condición nacional fuera un obstáculo para su vida, lo llevó a situaciones cada vez más trágicas. El hecho de haber tenido un papel importante en la consolidación del sistema autonómico y, después, en el mantenimiento de su maquinaria, hizo que la historia le pasara con crueldad por encima. 

Ni su paso por la prisión, ni seguramente su muerte, no se pueden separar del efecto que las consultas populares de 2009 tuvieron en las relaciones entre Madrid y Barcelona. Alavedra pagó caras las tácticas soviéticas empleadas por el Estado contra los vigilantes del gallinero autonómico. Mientras que González pasaba los veranos en un chalé de Tánger, que vendió a un príncipe saudí discretamente, la casita de Alavedra en Calella aparecía en los diarios como un lujo asiático, fruto de corrupciones intolerables.

Después de la consulta de Arenys, ya me avisó de que el auge del independentismo le torcería la vida. Educado en un mundo marcado por la violencia, se encontró atrapado en una pesadilla que sólo habría podido evitar si hubiera dependido de políticos mejores que él. Sólo si hubiera tenido una vocación de líder que le faltó, o si hubiera sido menos patriota y menos leal, habría tenido posibilidades de evitar que su vida terminara igual que empezó, trastornada por la bota española. 

Alavedra vivió sabiendo que Catalunya es un país ocupado pero creyendo que la independencia era del todo imposible. “Os vaticino 40 años de sacrificios para nada”, me dijo con un fatalismo que me conmovió, al poco de las consultas de Arenys, no mucho antes de que lo detuvieran por el caso Pretoria. Lo recuerdo porque Alavedra era un hombre escenográfico. Como que tenía vocación de senador pero no tenía Roma a su favor, se escondía detrás de una pirotecnia hecha de humor y de agilidad mental difícil de penetrar. 

La última vez que nos vimos este verano me presentó al sobrino del Layret, el político asesinado en los años veinte por el sindicato amarillo. Cuando nos marchamos, volví atrás a abrazarlo otra vez, contento de haberlo visto. Aquella tarde pensé que Alavedra había hecho un trabajo muy difícil, que nunca se reconoce entre sus méritos: aguantar prácticamente a solas desde el poder el puente estrecho que comunica la Catalunya actual con la Catalunya anterior a la guerra. 

El hecho de haber vivido en el exilio y de no quererlo vengar ni olvidar, le dio un barniz exótico en un régimen político tan hipócrita y amnésico cómo el del 78. La contradicción de fondo que le generaba su situación le daba también una amplitud y un encanto que multiplicaba el atractivo de sus naturales habilidades sociales. Yo no he conocido ningún otro dirigente del sistema autonomista que me haya enseñado tantas cosas y que haya tratado con tanto respeto y generosidad mis opiniones políticas.